Resulta curioso cómo en situaciones extraordinarias hay cuestiones ordinarias que empiezan a tener nombre y, con ese nombre, cambian su esencia, la manera de verlas y el análisis que hacemos sobre ellas.
Es como si al descubrir su nomenclatura tratáramos de constatar nuestra huida, la no pertenencia, el yo no soy así, al mismo tiempo que nos atrapa la necesidad de encarcelarlo todo bajo una palabra que describa la no normalidad, la diferencia, lo patológico, lo que otros hacen y no sé por qué lo hacen.
Esta situación se produce, entre otras cuestiones, por la vulnerabilidad que pueden introducir en la mirada de los demás, en la atención del otro y en lo que eso puede significar. Vemos en demasiadas ocasiones cómo se ha estigmatizado a personas, sobre todo menores, con descripciones de patologías que se han aplicado y desarrollado de forma errónea.
Algo así me pasó ayer con el término hafefobia, que no solo existe, sino que, además, cuenta con sinónimos como hapnofobia, haptephobia, haptofobia o quiraptofobia, que jamás había oído.
La hafefobia es un trastorno de ansiedad caracterizado por el miedo a ser tocado por extraños con o sin consentimiento. Se considera una fobia cuando el pavor surge casi cada vez que se toca a la persona en cuestión, persiste durante más de seis meses, y afecta a las relaciones personales y a la vida laboral. Produce, incluso ataques de pánico, un miedo irracional y desproporcionado.
Hablaban de ella en un programa de radio como una de las posibles consecuencias que podía tener a corto plazo la distancia social impuesta por la pandemia en algunas personas que ya rechazaban de alguna forma el contacto humano.
Entonces, pensé en mí y comencé ese proceso que comentaba al principio. Soy muy poco dada al contacto físico, necesito mi espacio vital intacto, no invadido ni un solo milímetro. No soporto que me toquen quienes considero no están en disposición de hacerlo, es decir, aquellas personas que yo señalo como poseedoras de ese permiso, generalmente muy cercanas y con las que me une una relación especial. Es tal la evidencia que suelo ir separándome de esos con quienes converso si creo que están ocupando ese espacio mínimo que he establecido a mi alrededor.
Sí, me sentí aliviada cuando la pandemia impuso la necesidad de mantener la distancia social y limitar besos y abrazos, esos que tan poco me gustar dar y que reservo para contadas personas. Es más, pensé que, por unos meses, ya tenía la excusa perfecta para librarme de eso que tanto odio.
Hasta ahora, lo resumía en una expresión: soy manchega y seca, aunque alguna que otra de mis relaciones sociales ha tratado de nominarlo. Ayer, mientras escuchaba ese programa de radio pensé que si lo oyeran ya tendrían la etiqueta, aunque igual como es una palabra difícil de recordar podría líbrame.
Es obvio que no tengo hafefobia, que soy manchega y seca, pero también es obvio que, de oír el programa, muchas de las personas que me han afeado esa actitud con un "eso no es normal" hubieran encontrado un lugar común en el que recostarse para colocarme. Cuidemos el tratamiento de ciertos temas en los medios de comunicación y vigilemos como calificamos a los demás, porque, así mirado, igual todos tenemos una que otra patología.