Patriotismo y los límites del perdón

Publicado el 21 abril 2015 por Polikracia @polikracia

Corría enero de este año cuando empecé a pensar en este artículo, que no tiene más pretensión que la de ser una base para luego desarrollar más ideas sea en posteriores o sea con lecturas, a raíz de los debates que concernían a la celebración de la toma de Granada por parte del ejército castellano en 1492. Poco después salía este artículo de Félix Ovejero, cuyo último párrafo me hizo reflexionar acerca de un tema tan apasionante como el de la memoria, la construcción de las identidades y el relato.

“La tesis de la identidad de los pueblos quiere decir, operacionalizada, que yo tengo más que ver con un tipo vestido de sayo de velarte o calzas de velludo, incapaz de entender cosas como el derecho al voto de la mujer, la luz eléctrica, el alcantarillado, el transporte público y hasta la idea misma de identidad cultural, que con otro con el que discuto en Facebook, comparto el miedo al ébola, el cambio climático o el IS y, juntos, hemos visto cambiar hasta tal punto nuestro país que ni siquiera nuestros abuelos entenderían lo que acabo de contar.”

Quede claro, en primer lugar, que no soy ni muchísimo menos experto en este tema y que las lecturas a hacer son amplísimas. Mi idea básica está en la conexión que hay entre los seres humanos que cometieron la acción culposa y aquellos que viven en los tiempos de hoy. En este caso 523 años de historia nos separan del ejército que deponía a Boabdil y completaba lo que la Historia llamaría Reconquista. ¿Tenemos que pedir perdón por el agravio cometido por los castellanos hace cinco siglos?, ¿fue verdaderamente un agravio? Y si no tenemos que pedir perdón, ¿podemos basar un sentimiento nacional o patriótico en las acciones de aquellos hombres?

¿Qué es una nación? Un plesbicito diario, en la definición que dio Ernest Renan o un reconocimiento de otros, ya sea culturalmente o por ciertos derechos y deberes (Gellner), pero en cualquier caso un constructo artificial. Las primeras teorías de una nación atemporal, con conciencia propia y banderas de un Volkgeist o “espíritu del pueblo” propia de cada una han quedado, por fortuna, apartadas en un cajón de la historia, y sabemos que se sustentan en la construcción de un relato común entre miembros de una comunidad, mediante la creación de símbolos a los que aferrarse, sean la lengua, sean personajes históricos, batallas luchadas u otros aspectos culturales. Así, en el caso de España (Aún con todos sus déficits en esta construcción), el propio concepto de Reconquista, la batalla de Covadonga, el Imperio en que no se ponía el Sol y la Guerra de Independencia se convirtieron en los elementos constructores de una entidad que permitiera unir a toda aquella masa recién salida del Antiguo Régimen y que había visto desgajarse su estructura estamental (Habermas). Esta idea parece sustentarse también en nuestra propia psique, que nos lleva a establecer categorías como “yo y los míos” y “los otros”[1].

Nuestro relato identitario, por tanto, nos lleva a mucho tiempo atrás. Si queremos ensamblar las piezas del puzzle de la “nación española” tenemos que remontarnos a esos hombres de mostacho y arcabuz, como decía el profesor Ovejero, o los de lanza en astillero, adarga antigua y rocín flaco a los que despedía Cervantes. Esto, como se puede apreciar en el caso del actual conflicto catalán, es moneda común en muchos nacionalismos, con la historia como perfecto campo de batalla para llevar los hechos de aquí y allá según convenga. ¿Tenemos, por tanto, que pedir perdón? Si verdaderamente esos hombres con los que estamos relacionados cometieron crímenes contra otros parece de recibo que como sus herederos asumamos la deuda.

Esto nos lleva, consecuentemente, a otra pregunta: ¿hubo culpa?, ¿podemos considerar que es necesario pedir perdón por tomar la ciudad de Granada, último bastión musulmán de la Península, y no celebrar su toma como un “hecho fundacional”?, ¿debemos pedir perdón por la colonización de las Américas? Aquí dar una respuesta concluyente no parece posible, lo cual es una oportunidad para un debate público de mucho interés, y perdón por continuar con las preguntas, pero podríamos tomar como ejemplos: ¿pesan más en el ánimo las acciones de muchos encomenderos o las Leyes Nuevas y la acción del padre Bartolomé de las Casas?, ¿los asesinatos de indios o las sociedades mestizas?, ¿los disparos de arcabuz o los propios pueblos precolombinos rebelándose contra imperios dominadores como el de los aztecas? Presentar una historia en blancos y negros, como es habitual, suele ser perjudicial para la honestidad intelectual y contamina un debate que debería tener mucho sentido en un momento en que seguimos teniendo graves problemas a la hora de reconocer el “ser” de España, nuestro eterno “problema” (Laín Entralgo)

Sin entrar en esta cuestión de fondo cabe también cuestionarse la propia validez de esa petición de perdón. Si nosotros, la ciudadanía española del Siglo XXI, consideramos que no es que no debamos pedir perdón porque los hechos no son constitutivos de culpa, sino que directamente estamos eximidos porque no puede haber mecanismo de conexión entre “aquellos” y “nosotros” entonces las bases de la construcción nacional se  resquebrajan. ¿Cómo podemos identificarnos como españoles si hemos puesto en jaque nuestro propio lazo de unión con todos aquellos que habían trazado el camino desde Tartessos para tratar de asentar un sentimiento de pertenencia a la piel de toro? Parece entonces que hay que reconstruir las vías de posible identificación con el país, y desde aquí sugeriré la perspectiva de Habermas y, en cierta medida, de mi siempre citado y querido Rawls.

El filósofo alemán propuso su idea de “Patriotismo Constitucional” a colación de la llamada Historikerstreit o “Disputa de los historiadores”, en la cual se oponían las tesis de autores como Ernst Nolte, considerando el nazismo como un “error” en el camino de Alemania desde el principio de su historia (fíjese en Germania o en Otón I) y otros, como el propio Habermas, que abogaban por la idea del nazismo como un “pliegue histórico”, un fracaso colectivo, a partir del cual había que repensar completamente el sentimiento nacional. Este patriotismo se aferra a símbolos como la democracia, la Constitución o los Derechos para generar el sentimiento de adhesión, y deja de lado como gran factor a la historia y cultura común, siempre de tan difícil definición, que pueda haber detrás. En similar sentido se expresa Rawls, que pide un “patriotismo moderado” para evitar tanto el chauvinismo y el odio al diferente como la excesiva falta de lazos que permitan a la justicia prosperar en el seno de las sociedades liberales o decentes.

Sea como fuere esta idea parece casar mucho mejor con los estados de la actualidad. España no es, desde luego, ya el orgulloso paladín de la cristiandad católica, “del árabe terror y del turco espanto”, sino que se convierte en puerta entre tres continentes y alberga en su seno a comunidades de toda raza y religión. Aferrarse a las ideas tradicionales como única posibilidad de construcción del sentimiento identitario es una pobre manera de acercarse a esta diversidad y, a mi juicio, se nos exige que afrontemos una visión más total e integradora sobre nuestra historia. Una suerte de patriotismo constitucional, quizás inspirado por cambios políticos, podría ayudar a definir por fin a nuestro país tras muchos años de travesía por el desierto.

[1] A este respecto consultar “la dificultad de imaginar a otras gentes” de Elaine Scarry en Martha Nussbaum (1999) Los límites del patriotismo.

Varias lecturas:

Álvarez Junco, José (2001). Mater Dolorosa: la idea de España en el Siglo XIX.

Gellner, Ernest (1983). Naciones y nacionalismo.

Habermas, Jürgen (1996). La inclusión del otro. Estudios de teoría política.

Laín Entralgo, Pedro (1949). España como problema.

Rawls, John (1993). Liberalismo Político.

Renan, Ernest (1882). ¿Qué es una nación?