Pecados democráticos

Publicado el 22 julio 2020 por Abel Ros

Aquella noche, El Capri estaba abarrotado. Desde el pueblo vecino, llegaban coches repletos de jóvenes. Jóvenes con patillas, tupés y chupas de cuero viejo. Recuerdo que yo estaba sentado en el taburete situado al lado del futbolín. Un taburete viejo, de esos que llevan agujeros por las quemaduras de tantos cigarrillos. La música de Elvis inundaba el garito de miradas clandestinas. Mientras tomaba café, llegó Gabriela, toda una institución de la noche. Sentada al lado mío, sacó un Ducados de su bolso y se pidió una "burra", una mezcla de Coca Cola con licor de café. Hombres trajeados la miraban de reojo. La miraban con ojos de vicio, perversión y deseo. Me dijo si le podía echar una mirada a su bolso mientras iba al aseo. Le dije que sí, que no se preocupara. Era un bolso negro, de tamaño grande. De cuero barato y agrietado por el paso de los años.

Peter estaba pletórico. Eran buenos tiempos para El Capri. Tiempos donde la movida madrileña bañaba de estribillos la España de Felipe. Una España que miraba a París como referente de la moda. Y una España dividida entre las barrigas del fraguismo y las melenas del suarismo. En política, resonaban con fuerza las trompetas nacionalistas. La cuestión vasca, los asesinatos de ETA y las alianzas con Pujol inundaban de rencor nuestra infancia democrática. Eran los años del destape, de las películas de Esteso, Ozores y Pajares. Años de "luz roja", el programa de la doctora Ochoa. Años donde la losa del franquismo - de cuarenta años de rombos y tricornios - aún pesaba sobre la cultura popular. Sobre una cultura apagada, de botas desgastadas, pantalones remendados y camisetas heredadas. En esa época, el garito se convirtió en una luz al final del túnel; en una vía de escape a los nuevos soplos de libertad. Allí, las mujeres ensuciaban los vasos de carmín. Bailaban hasta el amanecer y se dejaban querer.

En el aseo del Capri, los hombres regaban sus cuellos con perfumes parisinos. Allí se retocaban el tupé y limpiaban sus zapatos con gotas de saliva. El humo del garito envolvía de penumbra los pecados de la noche. Pecados democráticos que contrastaban con la vida eclesiástica de los tiempos del caudillo. En la calle, las parejas hacían travesuras en el asiento de atrás de sus coches. De coches blancos, negros y amarillos. Coches, con volantes grandes y ceniceros, que servían de escondite para los amores clandestinos. En la puerta del Capri, se oía el rugido de las motos. De motos negras y opulentas que simbolizaban las ansias de libertad de una España reprimida. De una España encogida por los caprichos del tío Paco. Y de una España rebelde, y frustrada, por cuatro décadas de parálisis social, económica y política. El rugido de las motos contrastaba con el lento caminar de las beatas del pueblo. De mujeres del Antiguo Régimen, del absolutismo franquista, que andaban cabizbajas por las callejuelas del casco antiguo. En esa paisaje de contrastes, El Capri se convertía en un faro encendido en la oscuridad de la noche.

Por Abel Ros, el 22 julio 2020

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