Resulta evidente que el independentismo aprovecha la protección que le brinda el estado democrático para minarlo y resquebrajarlo. Los separatistas, a pesar de su poder económico –controlan el presupuesto autonómico– y de su poder de comunicación, son conscientes de que carecen de poder legal, democrático, y, por supuesto, coercitivo para imponer sus tesis; así que, necesitan utilizar procesos inmateriales (la Diada, el Barça, ..) que sean capaces de persuadir suficientes voluntades como para mantener su impunidad. Es el “poder blando”.
Teorizado por el norteamericano Joseph S. Nye, profesor de la Universidad de Harvard, el “poder blando” (soft power) se contrapone al “poder duro” (hard power) o tradicional, aquel que sustentaba el poder del Estado en su capacidad militar y económica y en las potencialidades que de ella se derivan. Frente a esta perspectiva, Nye afirma que existen procesos inmateriales capaces de persuadir voluntades para conseguir los objetivos de, en su caso, la política exterior norteamericana.
No cuesta encontrar un paralelismo entre el concepto “poder blando” y la dinámica nacionalista catalana. El poder blando, las estrategias blandas, los líderes blandos, el pensamiento líquido, las imposturas, el engatusamiento perpetuo, la prepotencia, son señas de identidad del catalanismo y de su derivada independentista.
Como ven, nada nuevo han inventado. Mas, Puigdemont, Forcadell, Junqueras, no están tocados por la mano de Dios, por mucho que Romeva vaya haciendo el panoli por el mundo clamando por una entrevista a la que asistan medios no catalanes. El “poder blando” ya fue utilizado con éxito por Jordi Pujol durante tres décadas y gracias al cual gobernó Cataluña como un auténtico virrey. Y como tal vivió y se enriqueció –él, su familia, la crema del régimen nacionalista, y los necesarios compinches de la capital del reino– a costa de los pánfilos adoradores de los “modelos catalanes”, aparentes, almibarados, henchidos de pedigrí democrático y de singularidad.
Hasta la fecha, ese “poder paralelo” no ha pasado factura a sus principales líderes más allá de la caída de Artur Mas y la pérdida de crédito electoral de la renovada Convergencia Democrática de Cataluña –ahora PDECAT– en favor de ERC, sus sociorrivales republicanos. Sin embargo, es previsible un cambio de tendencia a medida que se sustancien judicialmente tanto los innumerables casos de corrupción como los actos de desobediencia institucional. Será el momento de desenmascarar las contradicciones y las falacias de las que se nutren.
No es suficiente que el independentismo sea víctima de sus propias contradicciones; ni que nos regalen un oxímoron de óscar pidiendo a los Reyes Magos de Oriente una República; ni que la Asamblea Nacional Catalana (ANC) ejercite la pederastia política en Vic; ni que el heredero del astuto Artur Mas haya anunciado que, por mandato popular, tiene preparada una ley secreta; ni que el Tribunal Constitucional alemán haya propinado una sonora bofetada a las aspiraciones del independentismo catalán, al haber sentenciado que los “länder” no tienen derecho a convocar un referéndum independentista. Es también necesario, imprescindible, que el gobierno de la nación invierta los recursos humanos, materiales y económicos que la defensa del Estado exige. Resultaría grotesco que la democracia quedase a merced de aquellos que, bajo su protección, intentan violentarla.
José SIMÓN GRACIA
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