No voy a hacer un análisis sesudo de los pasados comicios autonómicos y locales. No. Son cientos, miles, quizá, los que ustedes han podido leer, incluido el de mi compañero de blog Araphant. Sinceramente, a pesar de que en esta ocasión han sucedido situaciones que rompen con lo de siempre y que parece que inyectan un halo de optimismo, y como ya hay gente mejor preparada que yo para llevar a cabo esta labor, me he relajado.
He seguido los resultados, y me importan, claro, pero lo que más ha llamado mi atención son las pedradas que han recibido en la cabeza recientemente algunos dirigentes políticos en un ejercicio desesperado de análisis o, directamente, de locura.
Seguro que están pensando en Esperanza Aguirre, nuestra Espe, que en menos de 48 horas formuló todas las opciones posibles de pacto para el Ayuntamiento de Madrid que le permitieran ser alcaldesa. Igual se olvidó de pactar con el diablo; quién sabe si le hubiera otorgado su tan deseado bastón de mando.
Sin embargo, la pedrada más grande, al menos a mí me lo pareció, fue la de Ana Palacio, la pepera que todos habíamos olvidado y que de pronto salió de la ultratumba para dejarnos esta joyita.
Den gracias a que no afirmó que Iglesias y Colau son en realidad los nuevos cabecillas de ETA (¿o ya lo ha dicho?).
Opiniones disparatadas como esta no son en el fondo tan poco usuales; ya nos estamos acostumbrando a exabruptos fruto de las huidas desesperadas de sus asesores en comunicación, me da por pensar. Y junto a las ideas peregrinas están las cómicas; con estas al menos te ríes. A mí Núñez Feijoo ya me hace gracia desde que le leí esto. La culpa de los malos resultados del PP no es de los demás, señoras y señores, ni siquiera del propio partido. La culpa es de los muertos gallegos.