Apenas las estrellas presurosas se han acomodado en sus diminutas y lejanísimas cunas; aún son apenas siluetas informas las rocas de la pedriza, cuando llegamos los montañeros al Tranco en Manzanares para comenzar una jornada circular por esta preciosa sierra de Madrid.
En mi corazón suena la fortaleza de las trompas orquestales cosidas por la rítmica melodía del concierto para piano número uno de Tchaikovski y ya estamos el grupo de montañeros mezclando música, paisaje, agua, ilusión… por la orilla del río Manzanares que nos llevará hasta las proximidades de Canto Cochino.
Más adelante está el escondido bar junto al puente que seguirá hasta Canto Cochino; los montañeros sabemos de un sendero que continúa por la derecha del río y nos lleva en pausado llaneo hasta el inicio de la marcada senda ascendente entre las grandes rocas sin nombre de la inmensidad solemne de la Pedriza.
Como un andantino prestissimo, subimos entre la respiración de la flauta musical de nuestro corazón en movimiento calmado, sereno por la conocida y empinada cuesta que nos acerca al Barranco de los Huertos de la Pedriza.
Entre la pasión y la nostalgia del segundo movimiento de Tchaikovski, los montañeros continuamos el dulce ascenso hasta el collado de esta parte de la Pedriza. El aroma del cantueso y el romero penetran en el montañero cuando llego a divisar la otra vertiente donde asoma Madrid hecho de valles, llanuras y embalses. Desde la altura puedo imaginar a Rubinstein tecleando música para toda la naturaleza.
Detengo mis pies en el collado para observar. Seguramente cada piedra tiene una similitud con alguna persona, animal, recuerdo de la infancia. Seguramente… continúa en mi cabeza el concierto para piano número uno de Tchaikovski mientras cruzo la mirada con esta enorme cabeza de algún perro de dulcísimo mirar que lleva miles de años siendo poesía y luz para quien acierte a contemplar su quietud.
¿Acaso no señeja la enorme cabeza de un entrañable perro llamando al sol de la mañana?
La marcha de los montañeros continúa entre el lirismo majestuoso de la orquesta que hace sonar la armonía musical de maderas, metales, cuerda, percusión. El sonoro teclado del sol ya está viajando con nosotros; las horas van pasando y los montañeros sabemos que el tiempo en la naturaleza es pausado e incesante; sabemos que todas las cosas tienen un ritmo más lento que la angustiosa inmediatez de nuestra sociedad.
Apenas hemos tocado La Gran Cañada; seguimos por las Cerradillas adelante. Este escondido hueco o desfiladero o misterioso sendero de trasgos, duendes y hadas encierra ecos de antiguas piedras, nombres de cotidiana actividad. Pasamos bajo Cinco Cestos, que no son mimbre realizado por manos cálidas sino pétreas formas de malhumorados gigantes antiguos. Llegamos a la pradera del Elefantito.Con el ritmo entusiasta del allegro con fuoco del tercer movimiento, los montañeros continúan la marcha montaña abajo buscando la Senda Maeso también llamada de la Rinconada. El descenso es largo; pasamos bajo la roca que hace años bautizamos, con el agua corriente de nuestro sudor, como La Ardilla; pasamos junto a la roca Del Ofertorio o de las Mozas, superamos la lentitud del Caracol.
En el Collado de la Cueva dirigimos nuestros pasos hacia el Tranco. Resta un largo descenso, entretenido entre la vegetación y la búsqueda de sendero entre peñascales; los montañeros, como los virtuosos músicos intérpretes de Tchaikovski, buscamos la mejor solución para concluir con éxito la armoniosa jornada.
Llegamos al Tranco nuevamente, en un paseo circular. Termina el tercer movimiento del concierto para piano número uno de Tchaikovski. Ambos, paseo y concierto, intensos, plagados de sentimiento y detalles; los dos inmensamente entretenidos. El concierto es más breve que el paseo, pero los dos resuenan días enteros para sembrar de paz cualquier corazón.
Javier Agra.