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Peggy Guggenheim: una adicta al arte y a Samuel Beckett.

Publicado el 13 abril 2015 por Alguien @algundia_alguna

Peggy Guggenheim (Nueva York, 1898 – Padua, 1979, coleccionista y mecenas de arte, tuvo tantos amantes que ni ella recordaba el número. Uno de ellos fue el Nobel Samuel Beckett al que no logró retener en su cama. Asesorada por Marcel Duchamp, Jean Cocteau y el crítico Herbert Read invirtió su herencia de un millón de dólares en pintura de vanguardia. Con los primeros vientos de la II Guerra Mundial se propuso comprar un cuadro cada día y adquirió piezas de Picasso, Braque, Matisse o Miró a precios irrisorios.

Peggy Guggenheim: una adicta al arte y a Samuel Beckett.
Cuando a Peggy Guggenheim le preguntaban cuántos maridos había tenido, contestaba: “¿Míos o de las otras?”. Ni ella misma lo sabía. Laurence Vail, John Holms, Garman, Max Ernst, Pollock, todos ricos, locos o suicidas. Su coleccionismo sexual era parejo a su pasión por el arte, que le vino de su familia de magnates judío —alemanes. Su tío-abuelo Solomon había fundado el MoMA de Nueva York; su padre Benjamin murió en el Titanic, llevando en su equipaje un boceto de Las Señoritas de Avignon en cuya compañía se fue al fondo del mar. Prefirió morir de esmoquin a ponerse una de aquellas horribles chaquetas salvavidas. Naufragar de esmoquin, con un puro Davidoff en la boca, es un lujo al alcance de muy pocos, sobre todo si te hundes en el abismo con un Picasso bajo el brazo. Su hija Peggy comenzó a coleccionar maridos y amantes antes que obras de arte. Uno de los ejemplares que pasó por su cama fue el escritor Samuel Beckett, a quien había conocido en 1937 en París, la noche después del día de Navidad durante una cena en Fouquet, invitados por James Joyce.

Era un joven de 30 años, alto y desgarbado, de ojos verdes que nunca te miraban directamente. Su aspecto exterior no le importaba nada porque vestía muy mal con ropa francesa que le venía estrecha; hablaba poco, pero nunca decía estupideces; parecía estar siempre pensando en algo muy importante. Así recordaba Peggy Guggenheim a Samuel Beckett, calmada con el tiempo su tormentosa relación. Hasta entonces, ella devoraba a los hombres según el método de usar y tirar, sobre todo a los pintores que pasaban por su galería, la Guggenheim Jeune, que había montado en Londres, asesorada por Marcel Duchamp, Jean Cocteau y el crítico Herbert Read, quienes la animaron a invertir su herencia de un millón de dólares en pintura de vanguardia, que ni entendía ni le gustaba. Peggy vivía entre Londres y París flotando en una riqueza al servicio de sus caprichos amorosos. En París, se encontró con este joven irlandés silencioso, un tipo duro de verdad, con cara de cuchillo, cortés y al mismo tiempo muy antipático.

Después de aquella cena de Navidad en Fouquet, que Joyce había ofrecido a su familia y amigos, Beckett pidió a Peggy que le permitiera acompañarla a casa. Durante el camino la cogió del brazo sin hablar, dio por hecho que podía subir a su apartamento y allí sin expresar directamente sus intenciones le dijo que se echara a su lado en el sofá. “A los pocos minutos estábamos en la cama de la que ya no nos levantamos hasta la noche del día siguiente” — confiesa ella en sus memorias. A la hora de despedirse, Beckett fue parco en palabras. Le dijo simplemente gracias. “¿Te gusto? ¿Me quieres?”— le preguntó Peggy de forma ritual desde la cama. Beckett se limitó a negar con la cabeza y desapareció dejando a la tigresa a la vez humillada, sorprendida y excitada. Tiempo después, una noche, se encontraron por azar en un paso de peatones del boulevard de Montparnasse. Se fueron directamente a un apartamento que les prestó una amiga y pasaron doce días encerrados. Beckett solo bajaba a la calle a comprar comida y champán. “De los trece meses que estuve enamorada de él recuerdo aquellos días con gran emoción. Ambos estábamos excitados intelectualmente. Volví a sentirme libre para decir o pensar lo que sentía”.

Peggy Guggenheim: una adicta al arte y a Samuel Beckett.
Era realmente una aventura porque Beckett desaparecía y su regreso solía ser imprevisible. Lo único seguro era que siempre regresaba borracho y como moviéndose en un sueño. Peggy por primera vez se sentía insegura, dominada, lo que no dejaba de ser una experiencia nueva muy excitante. En cierta ocasión, después de diez días de encierro, Beckett aprovechó una salida de su amante para meter en la cama a una amiga suya de Dublín. Para detener la furia de Peggy se limitó a decir que no había sido capaz de echarla cuando se metió en su cama y que hacer el amor sin estar enamorado era como tomar café sin coñac. —“¿Soy yo tu coñac?”— le preguntó Peggy antes de echarlo de casa. Fue al salir a la calle cuando un loco le dio una puñalada entre las costillas que le tuvo al borde de la muerte.

Enloquecida de pasión, Peggy anduvo buscándole por todos los hospitales hasta que Nora, la mujer de Joyce, le dijo dónde estaba. Le llevó unas flores con una nota en que le juraba su amor y que se lo perdonaba todo. Helen Joyce, la mujer de Giorgio, el hijo del escritor, le sugirió que la única forma de romper esa neurosis era que lo violara. Una noche lo acompañó a casa y la tigresa se abatió sobre él. Beckett, preso del pánico, logró zafarse de sus brazos y huyó dejándola sola en su propio apartamento. Ya no volvieron a verse.

Cuando se agitaron los primeros vientos de guerra, lejos de ponerse a salvo como otros judíos ricos, Peggy que había cerrado su galería de Londres, comenzó a acaparar pintura de vanguardia en París. Se había propuesto comprar un cuadro al día, puesto que todos los artistas estaban a su alcance, Picasso, Matisse, Braque, Miró, Dalí, a precios irrisorios debido a la inseguridad del momento. Finalizada la guerra, Peggy Guggenheim abrió en Manhattan la galería Art of this Century, germen del expresionismo abstracto con De Kooning, Pollock, Rotko, Motherwell, que ella impulsó. De hecho, ese trasvase de la vanguardia histórica desde París a Manhattan fue el botín de guerra que se llevaron los norteamericanos. Peggy Guggenheim fue una pieza clave en ese botín, que después se conocería como la Escuela de Nueva York. Pero la única pieza que no pudo comprar fue aquel tipo desgarbado, con cara de cuchillo, un tal Samuel Beckett, un artista que no tenía precio.

De cómo Peggy Guggenheim violó a Samuel Beckett. Texto: Manuel Vicent. Genios e impostores. El Pais.com. 13.04.2015.

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