Película

Por Humbertodib
Estábamos en la playa, sentados uno al lado del otro, viendo cómo el sol se escondía detrás del mar, hacía un poco de frío, me pareció que era el momento ideal, de película. Mientras dibujaba rayas y círculos sobre la arena con un palillo, comencé a hablar, mejor dicho a balbucir, pues trataba de contarle algo que me importaba mucho, que me costaba mucho contar, pero ella, así, de la nada, se volvió hacia mí y me interrumpió: Una de las escenas de película que más me ha conmovido es el principio de Der Himmel über Berlin. ¿Cuál?, le pregunté; Las alas del deseo, creo que así la tradujeron en español, me respondió lacónicamente. ¿Y por qué te gusta?, volví a preguntar para ver a dónde quería llegar. En realidad, tenía la esperanza de que sus palabras la llevasen a evitarme la confesión, o a completarla, aún mejor. Bueno, es difícil de explicar, no sé si viste el filme, pero en esa escena la cámara adopta el punto de vista de los ángeles que sobrevuelan la ciudad de Berlín, ellos pueden... oír -hizo ese gesto típico de colocarle comillas al aire con los dedos índices y medios- los pensamientos de la gente, principalmente los pensamientos más abrumadores, los más duros y tristes, porque, como te imaginarás, los ángeles acompañan a los que sufren. Hizo una pausa, dio un largo suspiro y continuó hablando: Es que yo me identifico con los ángeles, porque, como ellos, soy de esas personas que se sienten atraídas por el dolor, siempre me veo impulsada a ser solidaria con el sufrimiento ajeno. Me parece muy bien, la alenté, entonces eres un ser maravilloso, lleno de compasión, de piedad, de... Ella asintió moviendo la cabeza y volvió a mirar hacia adelante, hacia el mar negro, pues ya no había más sol. Sí, puede ser, dijo finalmente. Muy oportuno, había traído esa escena en el preciso momento en el que yo estaba abriendo mi corazón, tratando de decirle que la quería desde hacía mucho. Por supuesto que yo también recordaba la escena de apertura de Las alas del deseo: un cielo nublado y gris, ese ojo enorme, los tejados de Berlín, unas personas atravesando la calle, alguien que lleva un cochecito de bebé, el ángel observándolo todo desde arriba, la niña que lo descubre. Entonces tuve ganas de maldecir y de ponerme a lloriquear como un crío, aunque supiera muy bien que, ese atardecer, ningún ángel iría a compadecerse de mí por la película penosa que yo mismo me había montado.