La autocracia siempre tuvo la potestad de quitar la vida a un súbdito, sobre todo si el regente contaba con el derecho divino otorgado por la iglesia católica. Esta rechazó la pena de muerte desde el siglo I hasta el siglo XI, cuando también comenzó a utilizarla -junto con la tortura- contra los enemigos de su fe. El poder eclesial para privar de la vida a sus condenados fue mermando junto con el oscurantismo, conforme aumentaba la secularización y los creyentes pasaban a una relación más personal con la divinidad y con su voluntad. Sólo al llegar el siglo XVIII la Humanidad comienza a cuestionarse la verdadera utilidad de la pena de muerte para la sociedad. Al presente, continúa el debate entre los que están a favor y los que se oponen a que la pena capital se aplique en algunos o en todos los casos de delito mayor. El Principio de Legalidad establece que la pena capital solamente puede hacerse efectiva si está incluida dentro de la ley para ese caso en particular, si el condenado goza de salud mental, y si no hay otra manera de explicar el delito del que se le acusa. Según el país, sus leyes y creencias, la pena de muerte se usa para castigar crímenes de asesinato, espionaje, traición, desobediencia militar o civil, apostasía, delitos sexuales como el adulterio y la sodomía, corrupción grave o el comercio ilegal de personas, entre otros casos. Generalmente el punto de vista del Gobierno respecto a aplicar o no la máxima pena a un condenado -si el caso está contemplado dentro de la ley-encuentra poca oposición local por parte de los políticos y de los medios de comunicación, y mucha aceptación popular, movida por el deleite morboso que también la empuja a leer las crónicas de accidentes y desgracias, o a presenciar las peleas de animales, el boxeo, las películas de desastres o las corridas de toros. El mismo pueblo que tiende a pensar desde su ingenua ignorancia que todo condenado a muerte es malo, a pesar de que conoce innumerables casos de personas libres y hasta honradas socialmente, que merecen más el calificativo.
Los que están a favor de aplicar la pena de muerte se apoyan en argumentos que tienen que ver con la razón de justicia; la utilidad social; el ejercicio de legítima defensa por parte de la sociedad; el poder extinguir al delincuente irredimible y castigar su memoria con la infamia; el temor a la fuga o a la reincidencia; la prevención y disuasión del delito; el conocido fracaso de las cárceles para reeducar al delincuente y volver a insertarlo en la sociedad; y un menor costo procedimental para el Estado. Los que adversan la aplicación de la pena máxima también mencionan varias razones para apoyar su punto de vista: el derecho inalienable a la vida; la discriminación al condenar (los tribunales seleccionan esta pena por razones de poder estatal o económico, por intereses privados o por motivos raciales); la condena a muerte genera una espiral de violencia en lugar de prevenir el delito; el acusado con pocos recursos generalmente no cuenta con una buena defensa en el juicio; la pena de muerte contribuye a un mundo brutal donde tanto los delincuentes como los defensores de la ley tienen potestad para quitar la vida; si la muerte es debida a un juicio previo, el homicidio oficial es más cruel, premeditado y prolongado que el delito que pretende castigar; el condenado que espera ser ejecutado sufre un dolor psíquico superior al daño físico mortal, pues sabe que ya no cuenta como persona; existe la irreparabilidad del error judicial si se condena a un inocente, y si se le libera sufre daños a veces permanentes a consecuencia del trauma; está también el punto de los elevados costos judiciales y procesales asociados con una condena a muerte. Ambas partes esgrimen otros argumentos a favor de su respectiva posición, según el caso en particular, pero éstos son los que emplean con más frecuencia.
Escrito por: Gustavo Lobig