Penalti

Publicado el 29 septiembre 2017 por Trescuatrotres @tres4tres

El portero salió como una exhalación a interceptar la pelota cuando calculó que el delantero podía llegar a aquel balón proveniente de un pase en profundidad inesperado. Llegó tarde.

Al balón, porque el impacto en la pierna del nueve fue todo un éxito. Del parte médico: "Fractura oblicua atrás y arriba, transindesmal o suprasindesmal... maleolo... abierta...pronóstico: muy grave"; o sea: gritos, mano al tobillo, una deformación del pie que hacía posible la rotación en trescientos sesenta grados, y que produjo una grima espantosa al público sentado detrás de la portería, árbitro rodeado por compañeros del maltrecho delantero centro local que le instaban poco menos que a fusilar al portero visitante, y los compañeros de éste que lo rodeaban para impedir un linchamiento de las mismas proporciones que la lesión que había producido.

Derby local, máxima rivalidad, últimos minutos del encuentro, empate. Penalti y expulsión. "Marcial, calienta", ordenó el entrenador.

Se llevaron al portero expulsado y lo escondieron en el vestuario, pero enseguida tuvieron que escamotearlo al aparcamiento; lo mejor era sacarlo del estadio ante la insistencia de aquel pequeño grupo de ultras descontrolado empeñados en cuadrar el balance del partido fuera de la contabilidad deportiva.

Marcial saltó como un resorte del banquillo. ¡Esta es la mía!, pensó. Esperando para entrar al césped, se apretó los guantes y comenzó a calentar. Como la tangana tenía visos de alargarse tanto en el césped como en la grada, solicitó a un compañero que le lanzara unos balones para tomar contacto con el cuero y con el suelo. Se concentró en la pelota. Se alegró de la expulsión de su compañero, por muchos motivos, porque llevaba una eternidad esperando algo así, porque nadie repara en un portero suplente, porque los hombres son egoístas.

Justicia divina, pensó satisfecho.

Impedida la ejecución del portero titular ante el muro exterior del estadio, las fuerzas del orden no pidieron más efectivos confiando en que en fútbol los ánimos, tarde o temprano, se atemperan; además, era muy improbable que el equipo local fallara un penalti ante un portero suplente asustado y frío bajo el arco. La victoria ante el eterno rival amansaría a los violentos, sin duda.

Mientras, sobre el césped, el árbitro y sus asistentes lograban, con mucho esfuerzo, sofocar la lluvia de protestas y amenazas.

Marcial pudo colocarse al fin bajo los palos y comenzó con toda esa liturgia: tocar el poste izquierdo y, caminando sobre la línea de gol, hacer lo mismo en el derecho, regreso al centro y pequeño salto con toque al larguero; para finalizar, aquel extraño gesto tan propio: alzaba los brazos y juntaba las manos sobre su cabeza y formaba un círculo con los índices y los pulgares a la vez que alzaba la mirada al cielo. Su padre no le dejaba persignarse, que es lo que hacían el resto de porteros.

La palabra presión tomó significado para él en ese preciso instante, cuando bajó la mirada y vio el balón ahí parado en los once metros. Tal era el rugido de la grada, tal la crispación que sobre él lanzaban las miradas de la afición local, que creyó sentir por primera vez en sus propias carnes ese drama de la eventualidad de la vida que tanto aquejaba a los mortales. Miedo. Así que esto es lo que se siente, se dijo un tanto sorprendido.

El cinco era el mejor lanzador, Marcial lo sabía. No había fallado un solo penalti esa temporada; un centrocampista seguro y potente, con experiencia y nervios de acero; en casos de vida o muerte, los tiraba a romper por el centro. Y fue el cinco el que colocó el balón sin mirar a la portería, el que eliminó posibles obstáculos, briznas de hierba sueltas, pequeños cepellones arrancados que podrían estorbar en el instante decisivo; retrocedió sin perderle la cara al esférico bastantes pasos, luego fijó la mirada en el árbitro con una concentración de Pointer esperando la autorización.

Sonó el silbato y fue como si el estadio entero clamara justicia. Y venganza. Y exigiera infringir en aquel portero cuanto dolor cupiese en un gol en el último minuto.

Carrera larga, estadio enmudecido, oraciones calladas, puños apretados. El zapatazo pudo oírse con claridad, seco, contundente, dejó una pequeña nube de cal flotando sobre el punto de pena máxima. Sobrevinieron esas décimas de segundo en las que el ojo humano reconoce la trayectoria - el sentido era evidente- y velocidad del esférico, simultáneos al movimiento del guardameta que, bajo palos, tan sólo tiene que elegir entre caer a derecha o izquierda, porque no ha nacido portero humano que se quede ahí quieto sobre la línea por si el ejecutor decide ejecutar por el centro, como en los fusilamientos, y así atrapar, o despejar, el balón a media altura con ambas manos sin apenas moverse. No queda bien. Un guardameta debe lucirse, adivinar el disparo y estirarse como un mayo, llegar con la punta de los dedos de la mano y desviar el esférico lo justo para que se vaya a córner cuando medio estadio está ya cantando el gol.

Esas son las manos que duelen, las que sacan los arqueros de la nada, porque impiden, en aplicación del derecho natural, que una acción punible tan grave como la que allí se presenció termine con un expulsado y un ejecutado, suplente al menos, y gol en contra para el equipo infractor. Marcial, portero suplente, sabía todo esto.

Parar aquel penalti hubiera sido faltar a todos los principios de justicia que su padre le había inculcado casi desde que le concibió. El balón debería entrar. Allí paz y después, gloria. Para el contrario, pensó. Pero los jugadores lesionados se olvidan muy pronto, como los porteros suplentes batidos en un penalti; sacan el balón de la red para sumirse en un total y perdurable anonimato. Si lo detengo, pensó, sólo los dioses saben lo que puede llegar a ocurrir.

Pero un portero es un portero y, desde muy joven, su padre le había enseñado la inalterabilidad del destino, y le había enseñado también a obrar con determinación. Defendería esa portería de fútbol como si fuera la última puerta de los hombres por guardar.

Marcial paró el penalti. Se estiró y cerró el puño, sí, al lado bueno, y despejó el balón con tal fuerza que habilitó a uno de sus delanteros más allá de medio campo, que tras una galopada se quedó sólo delante del portero contrario y marcó. El árbitro pitó el final del encuentro sin dejar lugar a celebraciones pensando que así evitaría una catástrofe. Inocente.

Fue la guerra.

Semanas más tarde, cuando el ejército quiso intervenir en el estadio, era ya tarde y para entonces se encontraba tan dividido como las aficiones. Nada pudo entonces aplacar la escalada de sucesos. A la batalla campal que se dio en el césped mismo después del pitido final, le siguieron los disturbios en los aledaños que, más tarde, contagió los barrios.

Las aficiones extendieron la lucha a todo el extrarradio. La ciudad entera estalló y los líderes agitaron a sus seguidores. Comenzó por las calles el desfile de las milicias populares, la construcción de barricadas, los ajusticiamientos y los destrozos. Nadie pudo pararlo ya.

Alguien ordenó la primera carga y todo comenzó. El horror se extendió por todo el país.

La comunidad internacional intervino de forma decidida tras varios años de guerra. Un país roto, devastado, agonizaba. Un penalti.

Los tribunales declararon a Marcial culpable; se decretó su busca y captura pero nunca se le encontró, se le dio por muerto muchos años después.

II

Nada más regresar lo detuvieron.

Marcial estaba tumbado, aburrido en aquella pequeña estancia a la que le habían confinado. Imaginaba paradas, despejes, salidas en las que, de manera limpia, arrebataba el balón al contrario y lo sacaba raudo para montar un contragolpe, ordenaba a su defensa cuando se replegaba, colocaba la barrera....Sonó la puerta. Entraron sus padres.

Esta vez Júpiter estaba enojado de verdad. Juno lloraba desconsolada.

- Otra vez, Marte, hijo mío, ¿Por qué?

- Bajé con los hombres y las cosas se complicaron, padre -contestó apesadumbrado- como aquí en el Olimpo no nos dejas jugar al fútbol.

Oscar R. Valladares

Septiembre 2017

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