Al llegar el siglo XVII, en tiempos de Felipe IV, las procesiones se hallaban tan extendidas durante la Semana Santa, que durante el Jueves y Viernes Santos, quedaba prohibido todo tránsito de coches, dotando a los actos de un silencioso y sepulcral esplendor. Las campanas enmudecían, los templos permanecían abiertos durante toda la noche y el trasiego de personas era constante.
En las más señaladas, conmemorando la pasión y muerte de Cristo, participaba el rey, quien con cardenales, nobles, embajadores y demás personajes principales, cirio en mano todos ellos, desfilaban a los tristes sones emitidos por los tambores y trompetas de los destacamentos militares que también participaban en los actos.
Dos tipos de manifestaciones y multitud de actos se sucedían en estas conmemoraciones. Los desfiles menos penosos eran los de los penitentes de luz o alumbrados. Eran estos desfiles vistosos. Como en todo tiempo, como también hoy, iban unos para lucirse, mas eran otros devotos contritos; eran unos de alquiler, formando cuadrillas a la orden de un mayordomo, otros por su cuenta, pero todos cubiertos con vistosos vestidos, guantes y capirotes de dos varas y cuarta de alto.
Pero las procesiones más penosas eran las que practicaban los penitentes corporales. Personajes portando cruces, arrastrando cadenas, rodeadas sus carnes con cilicios o sus frentes con coronas de espinas, inspiraban la más grande compasión de quienes los contemplaban arrastrarse ante sus ojos. Con todo, aun esto resultaba insuficiente para cumplir con la voluntaria penitencia, y los nazarenos, siempre descalzos, se infligían nuevos tormentos para mortificación de sus carnes. Algunos se frotaban con esponjas llenas de alfileres, otros rodeaban sus cuerpos con sogas de esparto, hasta amoratar sus pieles. Particularmente severa fueron las procesiones penitenciales del Viernes Santo de 1623. Estaba en Madrid ese año el Príncipe de Gales, de visita en España con la pretensión de obtener la mano de la infanta María, hermana menor del rey Felipe, y en su honor, o con intención de impresionarlo, ordenó el rey que todas las órdenes religiosas esmeraran su celo en los actos. Se excusaron los carmelitas, pero el resto rivalizaron en ofrecer el más aterrador espectáculo: si unos llevaban huesos de muertos en las bocas, otros caminaban con grilletes, y en las manos sujetaban calaveras; si unos golpeaban y herían sus pechos con piedras, otros se azotaban hasta sangrar. Desconocemos el efecto que tales prácticas causaron en el príncipe Carlos Estuardo, pero sí que muchos de estos frailes tardaron semanas en curar sus heridas.
Pero no era lo contado práctica excepcional. Muchos eran los disciplinantes que por devoción o más aun por vanidad, se azotaban, complaciéndose en salpicar con su sangre a los espectadores, que pasmados asistían a los actos. No carecía, en más casos de los que pudiera creerse, cierta dosis de galantería en los disciplinantes, que se exhibían de esa guisa ante las damas a las que pretendían impresionar. Claro que en estos casos la impostura sustituía el sacrificio, y los azotes eran más teatrales que dolorosos y las cruces que arrastraban huecas y livianas, exagerando el penitente con sus gestos lo que en realidad era comedia.
Sin embargo, estas salpicaduras, no siempre manchaban los ropajes elegidos; a veces ensuciaban prendas de toscos caballeros a los que ninguna gracia hacía. Según crónica de la época, el 24 de marzo de 1623, un disciplinante en Nuestra Señora de Atocha salpicó a un desconocido, que tomándolo a mal, increpó con palabras duras y soeces al ofensor, lo que motivo que afloraran aceros y hubiera muertes.
En tiempos de Carlos II, se promulgó un decreto prohibiendo los flagelantes, pero dado el pueblo a ignorar la Ley, de poco sirvió hasta que un siglo después, en 1777 una pragmática de Carlos III los prohibió de modo definitivo.