La España de "charanga y pandereta / cerrado y sacristía / devota de Frascuelo y de María" que denunciara en sus vehementes versos el poeta Antonio Machado a principios del pasado siglo, ya no existe. Mal que les pese a algunos carpetovetónicos que aun subsisten en el solar patrio. Como esos energúmenos que denunciaba el escritor Manuel Rivas en su artículo de hace unos días, "La hora de la verdad", en El País, en referencia a los defensores y promotores, civiles y autoridades, que protagonizan en este malhadado agosto español de cada año espectáculos como el Toro de la Vega o el Escopetazo de Coria. Auténticas salvajadas impropias de un país que se dice civilizado, realizadas con total impunidad por mor de unas tradiciones que deberían haber sido erradicadas hace ya mucho tiempo. Dicen que es la tradición, señala Rivas, y que hay que conservarla. En este caso, sigue diciendo, viene muy a cuento la proposición de Walter Benjamin: “Hay que arrancar la tradición de los brazos del conformismo”. Y el conformismo, añade, en estos sacrificios que se obstinan en llamar “fiesta”, es la muerte. Si la tradición es el maltrato, hay que abolir esa tradición. Hay que salirse de esa macabra tradición horaria que asocia la “hora de la verdad” con la “hora de la muerte”, termina diciendo.
El toro es un animal totémico en la vieja tierra de Iberia. Como lo fue en Creta, ya saben, la leyenda esa del Minotauro, o las escenas de bellas cretenses de senos desnudos saltando sobre un toro... Algunos historiadores, o fabuladores si lo prefieren así, defienden apasionadamente que esa afición les llegó a los cretenses desde los confines del Mediterráneo occidental, es decir, desde la Península Ibérica, y no en sentido contrario. No seré yo quien se oponga a ello.
Antes de hablar sobre los toros y España me gustaría hacer una declaración previa. En esa "lucha" que dicen los aficionados entre la bestia y el hombre en que consiste la llamada Fiesta de los toros, yo estoy con el toro. Y eso no quiere decir ni por asomo que me alegre la muerte de un torero, ni la de cualquiera de esas personas que mueren corneadas cada año, este 2015, siete, en las malhadas fiestas populares que tienen al toro por protagonista. Creo, lisa y llanamente que es una "fiesta" que debería desaparecer. No creo que la sugerencia vaya a tener el menor éxito. También reconozco que si las corridas de toros desaparecieran, los toros bravos desaparecerían con ellas rumbo a los mataderos porque su existencia, conservación y reproducción no tendrían la menor razón de ser. Así, y dado que para muchos los toros son cuestión de imagen nacional, no solo por el de Osborne que alegra nuestras carreteras, propongo que el Estado expropie en razón de fines de interés nacional (art. 33.3 de la Constitución Española) todas las ganaderías de toros bravos de España y las dehesas en que se crían, y las reconvierta en parques protegidos donde los toros, en libertad y en su entorno natural, puedan ser admirados por los visitantes foráneos y nacionales. En cuanto a la "Fiesta" en sí, por llamarle algo, se prohibiría terminantemente que los toros fueran lanceados a caballo o banderilleados, y mucho menos, muertos, ni en la plaza ni en los mataderos, sino que serían devueltos a sus dehesas después de toreados para que disfrutaran de una merecida jubilación y descanso hasta el fin de sus días.Finalmente, y respecto a todos los otros festejos similares a los citados de Tordesillas (Castilla y León) y Coria (Extremadura) de carácter popular con que alegramos los veranos en España, me gustaría proponer que los ciudadanos corrieran a bastonazos una vez al año a sus regidores municipales, en pelota picada (los regidores), para deleite de propios y extraños, declarándolas fiestas de interés turístico nacional.
Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos.
HArendtEntrada núm. 2428elblogdeharendt@gmail.comLa verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)