Pensamientos

Por Daniel Vicente Carrillo



Aunque no hubiera creyentes, todo ser racional está obligado a preguntarse si Dios existe y a dudar de ello hasta que el peso de las razones lo incline más de un lado que del otro. La posición natural es la ignorancia escéptica, no la afirmación o la negación, que conllevan algún tipo de conocimiento concluyente o presunción bien fundada sobre el todo. Afirmar que Dios no existe es tan teológico como asegurar lo contrario. Lo único verdaderamente ateológico es evitar pronunciarse. Por ende, sólo el escéptico es un verdadero ateo, mientras que el ateo es un teísta invertido.
Se engaña quien crea que por negar algo no está afirmando nada, o quien suponga que hay afirmaciones sobre el mundo que no requieren prueba. Para afirmar la existencia de un objeto físico, al alcance de los sentidos, basta con mostrarlo y cerciorarse de que no se trata de una ilusión. Pero para hacer lo propio con un objeto intelectual, como Dios o un ente del que se predique la infinitud, hay que razonar. Así obra el principio de razón suficiente: todo tiene una razón de ser, visible o invisible, y es indiferente el modo en que lo expresemos, ya sea afirmando, ya negando. Ahora bien, todo lo relativo a Dios y a la causa primera remite a un infinito potencial. Por tanto, quienquiera que trate sobre estas cuestiones no está exento de presentar prueba.
Lo dicho es aplicable a toda entidad que o bien no sea física y guarde alguna relación racional con el mundo, o bien sea física y remita a un infinito potencial, el cual conlleva forzosamente una suposición del intelecto. Una tetera que orbite a una distancia tal que resulte indetectable para nosotros es completamente superflua y no guarda una relación racional con el mundo, pues nada explica, como sí lo hace un Dios del que se afirma es causa primera del mismo. Por otro lado, "universo" es sólo una palabra con la que nos referimos al fragmento del universo que vemos y nos esforzamos por entender, del que podemos establecer algunas leyes y regularidades, pero también a todo lo que no vemos en él y estamos obligados a presuponer en un sentido u otro; por ejemplo, su eternidad o su origen en el tiempo. Luego, siendo estrictos, ni Dios ni el universo son objetos físicos, el uno por su propia definición y el otro por la limitación de nuestros sentidos. Es por ello absurdo tratar cuestiones metafísicas como si fueran físicas.
La termodinámica, según la cual la materia ni se crea ni se destruye, nos induce a pensar que nada de lo que existe posee en sí mismo la razón para empezar a ser o dejar de ser; señala la contingencia de todos los fenómenos. En consecuencia resulta impensable, en base a la misma termodinámica, que el universo sea por sí mismo, es decir, sin comienzo y sin causa fuera de sí. Si la materia no es creada, preexiste. Si preexiste, o es por su propia virtud -puede autocrearse- o es por la de otro ente -es causada. Si el ente es inmaterial, diremos que no sólo hay causación, sino también creación. La tercera alternativa es que materia y energía surjan de la nada. Ahora bien, en ese caso también Dios puede surgir de la nada y no cabrá pedirme prueba alguna de su existencia.
Pero la divinidad no es menos capaz de acceder al corazón del hombre sin demostraciones, intuitivamente. El rechazo hacia el Dios personal es un capricho del sentimiento y no una conclusión asentada en razones. ¿Acaso creer en un Dios que ignora las plegarias es más razonable que creer en uno que las atiende? ¿Es más creíble para un ateo un Hefesto cojo que un Hermes alado? Homero invocaba a la Musa para que sostuviese su debilidad; Pitágoras escuchaba la inaudible sinfonía de las esferas; Sófocles, por boca de su Antígona, se estremecía ante el enojo de los dioses; y Sócrates juraba tener un demonio personal del que recibía admoniciones y consejos. Si Epicuro se creyó libre de toda tutela sobrenatural no fue por estimarlo más plausible, sino más soportable.