Hace poco estuve reflexionando sobre lo que se me antojan nuevos modos de pensar que el 15M ha catalizado, si no en su nacimiento, sí en su encarnación social extensa. Uno de ellos es el de común, o procomún, como categoría protojurídica que rompe el encierro mental en el que la dicotomía de público-privado nos ha sumido. Pero lo que me interesaba sobre todo era la relación con la comunidad humana de lo que se constituye como «común».
Esto lo comento porque me parece entender que habría una salida a un tremendo problema estructural (no político ni moral) con el que la crisis actual está relacionada: la incapacidad de que el dinero financiero pueda componerse con las actividades económicas reales, con la producción real de riqueza. Es decir, la acumulación de dinero financiero (privado o público-privatizado por la partitocracia, unas seis veces el PIB mundial) es ahora tan superlativa que sus ansias de ganancias ya no pueden proceder de la inversión en la llamada «economía real».
Las capacidades para convertir los bienes terrenales o espirituales (lo que no es otra cosa que riqueza común) en mercancías no pueden responder a las exigencias de rentabilidad del dinero financiero. Crisis de sobreacumulación, como casi todas, pero que ahora tiene como referente el planeta entero, que no puede acoplarse a las demandas del monstruoso capital financiero (la conjugación maestra ya no es capital-trabajo sino capital-territorio vivo, incluyendo en lo territorial lo social). Y, claro, la salida es la inversión en más economía financiera, esto es, en especulación parasitaria, y la consecuente endogamia suicida de signos-dinero sin referentes externos (autorreferencial), situada en un mundo cada vez más ajeno al nuestro, más cerrado y asfixiado.
Esta salida consistiría en el establecimiento generalizado de redes de circulación de bienes que fueran «de lo común a lo común» (en cierta manera la fórmula ecoindustrial from cradle to cradle sería una consecuencia de este sistema de circulación de las cosas), sin pasar por la apropiación restringida, sea pública o privada. De hecho, tales circuitos son los propios del régimen del procomún tradicional, donde el valor de uso prevalece sobre el valor de cambio. Además, hay que aducir que tales circuitos ya se dan bastante maduros en el cibermundo, como demuestra Yochai Benkler en The Wealth of Networks (traducida por Floren Cabello y sus estudiantes bajo el título La riqueza de las redes), en el que se facilita enormemente la circulación de los bienes sin necesidad de agentes de distribución, por lo que respecta tanto a la composición de factores productivos como a la conexión oferta-demanda (los repositorios de programas de código abierto son un buen ejemplo). Con ello la función de intermediación que ha podido justificar la figura capitalista del empresario, que legitima su existencia en la conexión de producción y consumo, ya no sería necesaria, en especial en la circulación-composición de bienes inmateriales. Otra cosa es la circulación de bienes materiales, y es ahí donde el régimen del procomún sí es bastante exigente con que los ámbitos en que se dan tales circuitos sean locales; ni que decir tiene que esto es plenamente compatible con el criterio de ahorro energético.
El sociólogo Bruno Latour, del grupo de los que han trabajado en la teoría del actor-red, hace una interesante reflexión sobre la palabra cosas. Hay cosas, las que están fuera de los seres humanos, y enfrente hay otras «cosas», las asambleas o res-públicas humanas; pero las cosas exteriores devienen «cosas» cuando se componen, formando asambleas. La pregunta que se hace, sin responder todavía (yo no tengo la respuesta pero no dejo de buscarla), es qué forma deberían tener esas asambleas.
La propiedad común (las cosas en tanto propiedad de un propietario) para mí la forman las cosas que dice Latour. Pero el «común» es un concepto diferente de la «propiedad común»: hay una asamblea de cosas y enfrente una asamblea de personas; este concepto está más cerca de la relación del cuidado recíproco que del dominio unidireccional que implica el concepto todavía dominante de «propiedad»: «yo soy tu propietario». Esta composición, la que se da entre estas dos asambleas, me parece muy cercana a la del territorio (medio territorial compuesto con población). En mi opinión, por tanto, las cosas de la naturaleza sin más, fuera del ámbito de influencia de la humanidad, no son común ni propiedad común, pero actualmente esa situación se da cada vez menos en la Tierra: el planeta mismo, compuesto con la humanidad, sería de momento el común máximo.
Así como la propiedad común no es segmentable, o al menos no lo es como se entiende desde la economía capitalista (fabricación de mercancías desde la operación de captura llamada «imputación separada»), su propietario, la comunidad humana, tampoco lo es en esa relación. En el régimen del común es la totalidad de esa comunidad humana la que actúa sin intermediación ni representantes delegados: hacia fuera, hacia las cosas comunes, y hacia dentro, autorregulándose, lo que sugiere una forma de autogobierno humano directo y participativo. Es más, la comunidad humana se construye en su relación con ese otro que es la comunidad de las cosas, igual que nosotros nos formamos como sujetos sociales en las relaciones con los otros, radicalmente diferentes.
Eduardo Serrano es arquitecto y ha desarrollado un extenso trabajo de reflexión sobre las implicaciones urbanas y territoriales de los movimientos sociales contemporáneos.
Créditos de imágenes:
Imagen 1: Esquema del procomún (fuente: Colaborabora) Imagen 2: «Compartir es bueno», una de las máximas del procomún y la cultura libre (fuente: http://bolivianueva.blogspot.com.es)