Pepe el Mechero(chiste desarrollado)
A ver, el sucedido que a continuación paso a relatar está protagonizado por un caballero... ¿Caballero? Digo caballero aunque lo de caballero es mucho suponer porque a lo mejor fuera del chiste, el comportamiento del protagonista es deleznable e incluso punible, lo que tal vez favorecería calificarlo de ‘sujeto’, que es una palabra que posee un claro matiz delictivo. Pero para no enredarnos en especulaciones que nada aportan a la historia, rebobinaré y diré que el sucedido está protagonizado por un individuo al que una avería en su automóvil lo sorprende en mitad de un páramo —o en lo más profundo de un valle, o en lo más tórrido de una dehesa, o en lo alto de una montaña, o en una selva impracticable, vamos, en un lugar desasistido— y dado a todos los diablos, se apea del vehículo para examinarlo, pero dado también que sus conocimientos sobre mecánica o electricidad/electrónica aplicada (y sin aplicar) son escasos, decide remolcar el coche —un pequeño utilitario de liviano peso— a fuerza de empujones hasta las primeras casas de un villorrio que le queda como a 200/300 m de distancia, que no sabemos cuántas toesas o cuántas verstas son, la verdad. Allí es donde se topa con un lugareño que, apoyada la quijada inferior en una garrota, ve discurrir la vida plácidamente —que es lo que exigimos a todos los habitantes de aldeas y pedanías— mientras guarda un hato de cabras que no supera la media docenita de cabezas.
—Buen hombre, ¿me podría indicar dónde puedo encontrar un taller mecánico? —pregunta el esforzado conductor a la vez que se enjuga con un pañuelo (de hilo y con dos iniciales bordadas en azul) el copioso sudor que perla su frente.
—¿Un taller mecánico? —responde con otra pregunta el nativo como si fuera un gallego cualquiera, rascándose el cráneo bajo la boina, la txapela, la barretina, el sombrero cordobés, el cachirulo o la montera, aunque lo más probable es que se rasque bajo una gorra de visera de las que lucen publicidad de maquinaria agrícola o de alguna caja de ahorros rural de las que facilitan créditos y seguros contra las adversidades meteorológicas, en especial contra los devastadores efectos del pedrisco en las cosechas.
—¿Un taller mecánico dice? Pues no señor, de eso no tenemos aquí.
El conductor, cariacontecido, resopla y baja los brazos rendido ante la evidencia. Tal vez, presa de la angustia, no ha advertido que lo pequeño de la población no la hace propia para albergar un taller como el que requiere. Con todo, tienta a una nueva posibilidad:
—¿Y teléfono? ¿No hay un teléfono público donde llamar a una grúa?
(Hay que hacerse cargo que el sucedido se desarrolla en la época donde el teléfono móvil, o celular como dicen nuestros hermanos del otro lado del charco, o no ha sido inventado o aún es un bien escaso.)
—No señor, tampoco hay teléfono porque el que teníamos en la tasca del Eladio se desgració en una tormenta.—Tras la información, el cabrero enmudece como debían enmudecer los filósofos griegos después de soltar una hipótesis o un teorema.
Pero después, el supuesto pastor —porque a lo mejor no es pastor en el sentido profesional del término y cuida cabras como mascotas y no como fuente de ingresos —, viendo que al forastero se le saltan las lágrimas (fuera de chiste explicamos que necesita con toda urgencia llegar hasta la villa de Roa que es donde se le casa una hija y él actúa de padrino en la ceremonia) por la desesperación, se apiada de su alma cansada e indica:
—Pero mire, en la casa de allí (y señala una casa humilde, de mampuestos pizarrosos, una casa perfectamente integrada en el severo paisaje) la que tiene la ventana con el cristal roto, vive Pepe el Mechero. Hable con él que seguro que le echa una mano.
El conductor, agradecido y con sonrisa animosa de quien ve el cielo abierto, da las gracias al lugareño y emprende el camino que en poco tiempo le hace alcanzar el domicilio del tal Pepe el Mechero. Llama a la puerta y al rato aparece un tipo ataviado de mono verde con logotipos de los tractores John Deere y con una naranja a medio pelar en la mano (para más inri es la hora del almuerzo).
—Perdone la molestia, amigo... ¿es usted Pepe el Mechero?
—Sí señor, para servirle a Dios y a usted —responde el interpelado utilizando el formulismo escolar de otro tiempo, de los tiempos en que aún la escuela era un lugar donde se educaba a los infantes en campos ya tan denostados como la urbanidad y las buenas costumbres, un formulismo por la que asoma, empero, la humildad teñida de nobleza de las buenas gentes del agro.
—Mire, es que se me ha estropeado el coche y el señor aquel de las cabras...
—Ah, sí, el señor Paco...
—Eso, el señor Paco sería, que me ha dicho que usted, que Pepe el Mechero, me podría ayudar...
—Eso está hecho, caballero, no se preocupe, ¿dónde tiene el coche?
Y el conductor señala a lontananza sin advertir que Pepe el Mechero, célere, ha entrado de nuevo en la casa, ha soltado la naranja y se ha limpiado los hocicos con una servilleta a cuadros de las de toda la vida del Señor, las que a diferencia de las modernas de papel de usar, engurruñar y tirar, saben guardar los aromas honrados de las manzanas reinetas y los cocidos suculentos. Sacudiéndose las manos, Pepe el Mechero aparece de nuevo en el umbral y se pone a disposición de nuestro atribulado protagonista.
—Hale, vamos para allá.
Durante el corto trayecto que les lleva al vehículo, el conductor y Pepe el Mechero hablan de algún asunto trivial o utilizan lugares comunes para referirse a las contrariedades a que está sujeto todo propietario de automóvil, su tendencia a averiarse y mucho más cuanto más necesarios se hacen, etc. También dicen algo de unas nubes o de los campos de cereal. (El señor Paco, el de las cabras, se había marchado cuando pasaron frente al lugar que ocupaba y que ya quedó reseñado antes.)
Una vez llegados al coche, Pepe el Mechero, sin quitar sus observadores ojos de sus abrillantadas superficies, saca de un bolsillo trasero un enorme pañuelo, o trapo, o gamuza, manchado de grasa y comienza a dar vueltas en torno al vehículo con escrutadora mirada mientras silba unas notas pertenecientes al pasodoble 'Marcial, qué grande eres' sin dejar de restregarse las manos con la pieza de tejido.
—Abra la tapadera —ordena con decisión, con seguro aplomo.
—¿La tapadera? Ah, se refiere usted al capó.
El conductor obedece con rapidez, confiado en una pronta solución del mecánico alifafe. Ya se ve en la colegiata de Roa (si nuestras fuentes no yerran al indicar que en Roa hay colegiata), ataviado con su traje nuevo y su corbata gris perla dando el brazo a su hija, la Margarita, acompañándola por el recorrido que entre las filas de bancos eclesiales y tapizado de roja moqueta la llevará a unirse en santo matrimonio con Luisito Guzmán, un pollo propietario de una zapatería. La imagen le emociona tanto que hasta hace aparecer una breve lagrimita que no cuida de disimular toda vez que Pepe el Mechero inmiscuido como está examinando los entresijos del motor, no lo observa.
Son dos minutos de permanecer expectante, los dos minutos que llevan a Pepe el Mechero a tocar allí con la punta de un dedo, a levantar un cablecito haciendo pinza con otros dos dedos, a golpear un conducto, a agitar un depósito... Después, Pepe el Mechero carraspea, se aclara la voz y pregunta:
—Oiga, amigo ¿este coche funciona a gasolina?
—¿A gasolina? ¿cómo que a gasolina? Sí, sí; claro que es de gasolina, además, le puse veinte litros hace nada. —responde el conductor algo asombrado, algo amoscado, un fatal presentimiento hace que la imagen de verse del brazo con la Margarita dentro de unas horas en la colegiata de Roa estalle como un globo aterrizado sobre un cactus.
—Pues entonces, amigo —le contesta Pepe el Mechero— si la avería no es por culpa de la gasolina... va a ser problema de la piedra.