Si a Suzuki le conocemos es sobre todo por lo que hizo con su vida a partir de los 55 años. A esa edad hay gente que se retira. A esa edad Suzuki asumió un nuevo desafío y un cambio total de vida: hacerse cargo de un templo en San Francisco. Desde que tenía 25 años Suzuki había alimentado el afán de ir un día a EEUU y difundir allí el zen. No le importó que el sueño se cumpliese con treinta años de retraso.
Otra persona hubiera exclamado “¡A buenas horas, mangas verdes!”, pero Suzuki entendió que la vida tiene sus propios ritmos. Por un lado se dijo que si hubiera viajado diez años antes, habría sido capaz de hacer muchas cosas en EEUU. Por otro reconoció que en esos diez años su comprensión del budismo había madurado. Posiblemente ahora fuese un maestro mucho mejor de lo que hubiera sido diez años antes.
Lo que le esperaba en EEUU era cualquier cosa menos glamouroso: un templo dilapidado y una congregación envejecida de emigrantes japoneses. Aquello era como para decir “bien que me la han jugado”. Pero ése no era el estilo de Suzuki. Simplemente se puso manos a la obra. Tal vez su secreto fuera que, como él mismo dijo: “Cuando vine a América, no tenía ninguna idea, ningún plan especial.” No tener expectativas supone no sufrir decepciones ni frustraciones. También supone no querer imponer ninguna estructura a la realidad, sino reaccionar según se vengan presentando las cosas.
Suzuki había llegado a EEUU en 1959, al inicio de la época hippie, cuando muchas personas estaban buscando una alternativa al consumismo y al materialismo. Sus primeros estudiantes occidentales pertenecían a esa categoría. Eran artistas, inconformistas, beatniks. Muchos de ellos ya sabían algo del zen a través de Alan Watts y de D.T. Suzuki. Bastante de ellos ya se habían hecho una idea distorsionada del zen e iban buscando desesperadamente la iluminación, a la que veían como “un relámpago de intuición que te cambia la vida para siempre” (así describe Chadwick lo que bastantes creían que les tenía que proporcionar el zen). Cuando iban a Suzuki y le preguntaban por el zen, éste simplemente les respondía: “Me siento a meditar a las 6 menos cuarto de la mañana. Por favor, acompáñeme.” Si le hubiesen preguntado por lo que iban a conseguir dándose un madrugón de tal tamaño, la respuesta les habría desconcertado todavía más: “La práctica de la meditación no es para conseguir un algo místico. La meditación es para lograr una mente clara, tan clara como el cielo luminoso del otoño”.
Suzuki era un maestro muy especial. Los estudiantes sentían su amabilidad y su sencillez, que no impedían que se entregase a la meditación en cuerpo y alma, con toda su energía, como si la vida le fuera en ello. Su inglés era un poco macarrónico y su manera de enseñar podía resultar confusa. Las reacciones de sus estudiantes podrían ser muy variadas, como cuenta Chadwick:
“Los esfuerzos de Suzuki eran apreciados. Della le comprendió al momento. Para ella lo que estaba diciendo con toda claridad era lo que ella ya pensaba: tenemos lo que buscamos y la manera de encontrarlo es simplemente ser nosotros mismos.
Betty advirtió lo mucho que se contradecía a sí mismo, regresando y diciendo lo contrario de lo que había dicho en la misma sesión, a veces en la misma frase. Simplemente no pensaba de la manera a la que ella estaba acostumbrada. “Una semana dice que tenemos que poner todo nuestro esfuerzo”, le dijo a Della, “ y la semana siguiente dice que no vale la pena esforzarse, que renunciemos y la respuesta vendrá. ¡No vale la pena esforzarse y tienes que hacer todo lo que puedas!””
La respuesta de Suzuki a lo anterior es que “un maestro siempre intentará confundirte.” A un occidental le sonará raro, pero una de las maneras de trabajar del zen consiste en hacer que la mente lógica y racional descarrile. Cuando a base de pronunciamientos contradictorios, esa parte de nuestras mentes que quiera que todo sea ordenado y regulado se desorienta, es el momento en el que se abre lo suficiente como para que la iluminación pueda producirse.
Si a los occidentales Suzuki podía parecerles un maestro muy raro, a Suzuki los occidentales también le parecían discípulos muy raros. “Suzuki estaba aprendiendo que los americanos eran muy rápidos en comprometerse pero poco de fiar en la continuación.” Sí, un rasgo muy occidental es aferrarnos con entusiasmo a la última tradición espiritual que se ha puesto de moda y esperar que nos dé resultados con poco esfuerzo en muy poco tiempo. Cuando vemos que el tiempo pasa y las maravillas espirituales no llegan (ni levitamos, ni se nos aparecen visiones bellísimas), nos cansamos y pasamos a la siguiente moda. No entendemos que el camino espiritual no es gratuito, sino que requiere esfuerzo continuado.
Algunos de los discípulos de Suzuki se empeñaron en ir a la cuna del zen, a Japón, y el resultado fue desastroso. “Habían ido a Japón en busca del camino verdadero. Tenían en la cabeza las historias sobre el satori [la iluminación] de “Zen flesh, zen bones” de Paul Reps y los escenarios ideales presentados por D.T. Suzuki. Lo que se habían encontrado era más como una carrera de obstáculos: una barrera lingüística impenetrable, reprimendas interminables que no podían entender, no sabían cómo leer los cantos rituales, horas de estar dolorosamente sentados, casi ningún énfasis en la meditación, nada en absoluto que fuese relevante o instructivo. El templo anfitrión no estaba en absoluto preparado para adaptarse a los extranjeros y los extranjeros no querían hacer el esfuerzo considerable que era necesario para continuar en esas circunstancias.”
Suzuki, con su apertura de mente, entendía el choque cultural mejor que nadie. Suzuki tenía que enseñarles cómo se hacían esas cosas en Japón, decía, porque eso era lo que él conocía. Tenía que establecer un centro zen de una manera con la que se sintiese cómodo. La impaciencia no funcionaría. Algún día tendrían sus propias maneras budistas. “Transmitir el budismo a América no es tan sencillo. Podréis tenerlo a vuestra imagen y semejanza algún día, pero primero aprended el mío. No tengáis demasiada prisa. No es como hacer un pase de balón en el fútbol.”
En Japón se da mucha importancia al momento de la muerte. Es el momento supremo, el momento en el que el individuo muestra su verdadera naturaleza, el momento en el que ya no puede engañar a nadie, ni a sí mismo. En 1971 a Suzuki le detectaron un cáncer. Su primer pensamiento fue que tal vez ya no fuera a disponer de los diez años más que deseaba para seguir enseñando a sus estudiantes. Chadwick cuenta de esta manera las primeras enseñanzas que dio tras su operación:
“En su primera charla Suzuki-roshi dijo “nuestra práctica es simplemente estar sentados”. Explicó que la manera habitual de hacerlas cosas es hacerlas esperando algo. Desde este punto de vista, si sus estudiantes seguían sentándose a meditar y entregándose a la práctica día tras día, su práctica y su salud física y mental podían mejorar. “Pero ése no es un entendimiento completo de la práctica. También nos sentamos a meditar comprendiendo que el objetivo no se encuentra dentro de uno o dos años en el futuro, sino aquí.” También, refiriéndose a su enfermedad, dijo: “Cuando estoy muriendo, ni tan siquiera las serpientes me harán daño. Estarán contentas de estar conmigo y yo estaré contento de estar con ellas. En esta situación todo está con nosotros y estamos contentos con todo, sin ser bruscos o duros o estar inquietos. Normalmente es difícil sentirse así, porque siempre estamos absorbiendo ideas, esperando algo en el futuro. Lo más importante es enfrentarte a ti mismo y ser tú mismo. Entonces naturalmente verás y aceptarás las cosas como son. Tendrás entonces la sabiduría perfecta.” En el budismo tibetano se insiste en que el momento de la muerte es un momento muy propicio para alcanzar la liberación. Los obstáculos físicos y emocionales se vuelven más débiles y entonces es más fácil apreciar la realidad tal cual es. Suzuki parece estar expresando lo mismo de otra forma.
Un día de aquellos, Suzuki estaba aplicándose con gran energía a trabajar en el jardín. Su mujer le reprochó que con esos esfuerzos estaba acortando su vida. La respuesta de Suzuki fue: “Si no acorto mi vida, mis estudiantes no crecerán.” Sus últimos meses de vida los pasó preparando a sus estudiantes para su ausencia. Una de las cosas que les dijo en aquellos días fue que no tenían porqué hacer las cosas igual que él las había hecho. Que eran libres de desarrollar su camino en función de lo que les pidieran sus estudiantes.
Su actitud ante el cáncer que le estaba matando, era completamente zen: “Este cáncer es mi amigo y mi práctica será cuidar de mi enfermedad”. Es el viejo adagio zen de que todo suceso, hasta la enfermedad, es una ocasión para practicar. Pero eso no quiere decir que Suzuki fuera un optimista ciego que no quisiese ver la realidad. A su médico le dijo: “Sí, no quiero morir. No sé cómo va a ser cuando muera. Nadie sabe cómo va a ser. Pero cuando muera, seguiré siendo un Buda. Puede que sea un Buda en agonía o un Buda en bienaventuranza, pero moriré sabiendo que así es como son las cosas.” El 4 de diciembre de 1971 Suzuki descubrió finalmente cómo son las cosas.