Pequeña historia de navidad

Por Marvahe @lluviaalpasear

© María Cimadevilla Fotografía


Siento como la lluvia golpea contra la ventana. Esa sensación de estar arropada y al calor en la cama mientras afuera hace frío, me gusta. Remoloneo un poco, es Navidad, no hay prisa por ir a ningún sitio, ni tenemos compromiso alguno. Tan solo recoger la casa tras la cena de Nochebuena, que como cada año, se celebra en nuestra casa.
Este año no nos apetece ir a comer con nadie, ni tan siquiera con la familia. Queremos estar los dos juntos, a solas. La mañana transcurre sin grandes novedades, recogemos, limpiamos, organizamos tuppers, y en algún momento, nos sentamos a comer.
Está todo preparado, podemos marchar. El viento frío y las gotas de lluvia azotan mi cara mientras monto en el coche. No me separo de mi mochila, hoy tengo algo muy importante que hacer, y en ella llevo todo lo necesario.
La carretera está vacía, en la hora que dura nuestro viaje, apenas nos cruzamos con algún coche. Mientras contemplo el paisaje a través de la ventanilla, mi mente divaga en hogares imaginarios, donde la familia está reunida, disfrutando de la compañía, alrededor de algún menú especial que alguien ha preparado amorosamente. Pero yo hoy siento que mi lugar está en otro sitio, y hacia allí me dirijo.
Llegamos a destino, no hay nadie, estamos solos. La lluvia nos da una tregua y podemos bajar del coche sin necesidad de coger el paraguas. Mi mochila acurrucada entre mis brazos. Lentamente, comenzamos a subir los peldaños. Cuántas historias conocerá esa escalera, cuántas promesas habrá escuchado. El sonido de la cascada nos acompaña en nuestra subida, no tenemos prisa. Ese momento es solo para nosotros.
Alzo mi mirada y allí está. Al final de la gruta, esperándome. Atravieso la distancia que nos separa, la miro y me arrodillo. Noto como mi marido se aparta, sabe que necesito hablar a solas con ella. Y allí, el día de Navidad, en mitad de una gruta perdida en la montaña,  de madre a madre recito mi oración, una promesa, una vela se enciende.
Mi promesa pude cumplirla casi dos años después, con mi hijo entre mis brazos. La vela y la oración continúan encendidas en mi corazón, para que nuestros hijos encuentren siempre la luz que les guié hasta su hogar.