Con Luke es habitual terminar agotado cuando te pones a jugar. Le encanta agarrarte, empujarte, que nos zarandeemos, que lo levantes por los aires, echarse encima tuya y revolcarse, correr tras de ti y que tú le persigas. Un ejemplo perfecto de lo que algún padre hipster o 'modernito' llama rouchhouse (hasta yo he usado el término en alguna entrada). Y ya puede estar él también agotado, con la risa floja y llorando de pasarlo tan bien, que sigue repitiendo y repitiendo la palabrita. Incansable.
Es hora de cambiar de tercio. Cuando se presenta uno de estos momentos de intensa insistencia, hay que buscar una alternativa, y rápido. Ir a la cocina a por galletas o algo de picar, echarse al suelo en busca de sus Legos y que se interesen y quieran jugar a otra cosa, cogerlos en brazos y asomarlos a la ventana, señalando a las nubes. Si nos pilla en la calle, llevárselo a otra parte, que se interese por algo distinto. A veces la situación se autogestiona de alguna forma milagrosa, y empiezan a jugar entre ellos, solos, o la pequeña Leia escoge uno de sus libros y se pone a 'leer', tranquila, o Luke se pone a apilar pacíficamente sus bloques de madera.
Y ahí es cuando se da la vuelta a la tortilla de nuevo. Ahí es cuando dejan de hacer lo que están haciendo, y vuelven a la carga. Y somos nosotros los que insistimos en que sigan con lo que estaban, y les repetimos y repetimos, una y otra vez, la palabrita: "Más, más, más...".