Recientemente, en este weblog (o lo que sea) recordábamos la belleza sana y límpida de Isabel de Pomés a través de cuatro retratos suyos que retenían su imagen a lo largo de distintos momentos de su carrera artística. Del mismo baúl que salió uno de ellos, extrae hoy este burgomaestre atolondrado ocho retratos más de otros tantos artistas, los cuales forman parte de una colección de programas de mano que editó la productora valenciana “CIFESA” para difundir su particular constelación de estrellas cinematográficas. Sirva este parcial muestrario de luminarias de la pantalla española de refrescante recreo veraniego y, al tiempo, de reflexión sobre pasados usos y procedimientos empresariales, cuando en este país, pese a la extremadamente delicada situación económica producto de una posguerra terrible, existía algo que pretendía remedar, con parcial éxito, la industria cinematográfica internacional.
A Manuel Luna (Manuel Luna Baños, Sevilla, 27-04-1898 – Madrid, 9/06/1958) se le recuerda especialmente por su periodo, durante la década de los 30, en los films más reputados y exitosos de la pareja formada por Florián Rey e Imperio Argentina, tales como “Nobleza baturra”, “Morena Clara”, “Carmen la de Triana” o “La canción de Aixa”, alcanzando, años después, el que quizá sea su mayor éxito profesional de la mano de José Luis Sáenz de Heredia al interpretar el personaje de Diego en “El escándalo” (1943). Formado, como es preceptivo y recomendable, en el teatro, este actor sevillano, casado con la actriz Cándida Meana, forjó en la pantalla el prototipo del traidor, especialmente odioso en films como “Un drama nuevo” (Juan de Orduña, 1946) o en “Locura de amor” (Juan de Orduña, 1948), aunque consiguió escapar del encasillamiento dando vida con la misma solvencia a roles positivos, como al tozudo Pedro Crespo de “El alcalde de Zalamea” o a diversos curas que, embutido en la correspondiente sotana, personificó en sus últimos films, tales como el que aparecía en “De mujer a mujer” (Luis Lucía, 1950).De su amistad con Jesús Tordesillas (del que algo hemos hablado aquí) tuvo origen una continuada y fecunda colaboración tanto en el cine como sobre los escenarios, formando ambos una compañía teatral que sólo la muerte pudo truncar. Premiada su labor interpretativa hasta por cuatro títulos en un solo año (1946), obtuvo a título póstumo el Premio Especial del Sindicato Nacional del Espectáculo en 1958.
Manuel Luna, que en su infancia de siete años ya soñaba, ante su teatrito de papel, con llegar a ser actor, que se inició en representaciones escolares en el colegio de los Salesianos y que, durante su primer empleo en una oficina de Sevilla, se apuntó a un Círculo donde formó compañía de aficionados que actuaban en funciones a las que se podía asistir por el precio de cinco pesetas mensuales, concedía una entrevista en 1943 de la que recogemos aquí un extracto de su repaso a su trayectoria teatral anterior a su debut en el cine: “Un verano, en la caseta del Casino Sevillano, se abrió un teatro en el que actuaron María Gámez y José García Aguilar. En esta compañía entré, con el gran sueldo de una peseta diaria (...) de golpe, me vi obligado a representar los galanes que, como aficionado, había hecho en el Círculo. (...) ...marchamos por toda la provincia. Lógicamente, abandoné la oficina, y, por ello, se me asignaron seis pesetas de sueldo diario. Estuvimos así casi un año. Regresé a Sevilla y, sin temor a la indigencia, muy osado, marché a Madrid. (...) ... gracias a que iba recomendado, viví gratuitamente en una pensión. (...) ... fui contratado por María Palou. (...) ... con posterioridad. Con Ricardo Puga, con Rosario Pino, con Bonafé, en el teatro de la Comedia, (...) ; después, en el Teatro Rey Alfonso, de nuevo con la Palou, con Valeriano León, con el que actué siete años (...); después con María Fernanda Ladrón de Guevara y Rafael Ribelles, en el Fontalba (...) luego hice una temporada por provincias con Irene López de Heredia...” Que tomen nota los que se ponen ante la cámara a la buena de Dios.
Caso radicalmente distinto al de Manuel Luna fue el de la protagonista del siguiente cromo de nuestra colección de “Artistas CIFESA”. Sin apenas experiencia digna de mención en el escenario (bailó un poco, de niña) previa a su debut en la gran pantalla, fue una estrella del cine y, por tanto, más una presencia que una actriz. Fue Conchita Montenegro una de nuestras artistas de mayor proyección internacional, si no la que alcanzó mayor esplendor. Mucho antes que Sara Montiel y con mayor repercusión fuera de nuestras fronteras, y muchísimo antes que Penélope Cruz, Conchita Montenegro (Concepción Andrés Picado, San Sebastián, 11-09-1911 – Madrid,22-04-2007) desplegó su magnetismo misterioso en films de producción francesa, norteamericana e italiana, siendo dirigida por grandes talentos como los de Robert Siodmak, Jacques Becker, W. S. Van Dyke o Carmine Gallione, y por profesionales tan prolíficos como Irving Cummings o Lewis Séller, entre 1927 y 1939. Al término de la guerra civil, regresa a España, donde acomoda su estatus de estrella internacional a la raquítica industria nacional, protagonizando films que son éxitos como “Ídolos” (Florián Rey, 1943) y “Boda en el infierno” y “Lola Montes”, de Antonio Román (1942 y 1944, respectivamente), así como la malograda “Rojo y negro”, de Carlos Arévalo, film falangista condenado al ostracismo tan pronto como fue estrenado. La magnificiente “Lola Montes” fue el canto de cisne de esta actriz de elegancia suprema, que pese a su firme vocación artística prefirió cambiar el oropel de la vida pública por la seguridad blindada de la privada al contraer matrimonio con el influyente diplomático Ricardo Giménez Arnau. Sin embargo, no hacía mucho (sólo unos meses antes, lo contaba en una entrevista), que todavía se emocionaba al recordar la impresión que le produjo la propuesta del productor que la inició, siendo una adolescente, en el cine. “Recuerdo un día, en San Juan de Luz, que tomaba la caricia del sol frente al mar, jugueteando con otra niña, cuya amistad habíamos improvisado. Al poco rato, un señor elegante, de mediana edad, se acercó a nosotras. Niña, vente conmigo –dijo a mi compañera cogiéndola de la mano-. Era el padre de aquella niña. Luego, fijándose en mí, me dijo súbitamente: Pequeña, ¿aceptarías un contrato que yo te ofreciera para trabajar en el cine? Aquel señor era monsier Sapin. Creo que aquella emoción, unida al panorama espléndido de la playa, fue una de las impresiones más fuertes de mi vida.”
El protagonista de nuestro tercer cromo está hoy más que olvidado, la cual cosa tendría justificación siquiera fuera por haberse producido su prematuro fallecimiento (víctima de una rápida y cruel enfermedad) hace la friolera de sesenta y siete años. Nacido en Sevilla, Miguel Pozanco completó sus estudios de Derecho en la capital hispalense y ejerció el periodismo antes de dar cumplimiento a su inclinación por las tablas. Tras adquirir profesionalidad en el teatro, su carrera cinematográfica se inició tardíamente, en 1939, y se prolongó por el breve espacio de un lustro. En ese ínterin, sin embargo, tuvo oportunidad de, habitualmente bajo el lustroso manto de CIFESA, actuar en films de cierto éxito, como el “A mí la legión” (1942) de Juan de Orduña, que le permitió exhibir su gracia cuartelera, o el mucho menos celebrado (casi podríamos decir que desastroso) “Un caballero famoso” (José Buchs, también de 1942), donde volvió a secundar al primer galán de la “Antorcha de los éxitos”, don Alfredo Mayo, aportando su peculiar gracia andaluza (a la que los aragoneses, por cierto, somos abiertamente refractarios). A las órdenes de Rafael Gil, tuvo un papel destacado en uno de sus films más singulares (debido a la inventiva de José Santugini), el osado “Viaje sin destino” (una vez más, de 1942), en el que le cupo en suerte interpretar a Hernado, uno de los componentes del grupo de viajeros a los que se les obsequiaba con un periplo por el misterio y el suspense más descabellado. Miguel Pozanco, que actuó con Pepe Isbert en el teatro Eslava de Valencia, integrando la compañía que completaban María Mayor, Irene Barroso, Adela Caboné, Amparo Martí, José Bruguera y Emilio Mesejo, estrenó a Jacinto Benavente en el teatro Fontalba, concretamente sus comedias “La melodía del Jazz Band” (donde hizo el papel de Martín) y “La duquesa gitana” (en la que se le repartió el rol de don León) en los octubres de 1931 y 1932, respectivamente. De su corta trayectoria cinematográfica nos ha quedado, es cierto, poca huella, pero no sería justo olvidar completamente a este cómico, netamente apegado al gusto popular, que encontró un final prematuro el 21 de junio 1943, sólo dos meses más tarde del estreno de uno de los mejores films en los que participó (nuevamente, con protagonismo de Alfredo Mayo), la comedia de Juan de Orduña “Deliciosamente tontos”, donde hacía el papel de “Don Cástulo” y en el que, por cierto, también actuaba Pedro Barreto, actor que también fallecería ese mismo año, dejando por estrenar un film póstumo, el cortometraje “Manolo Reyes”, que dirigió Claudio de la Torre y que se haría público en 1944.
Según la fecha de nacimiento que recogen la mayoría de las fuentes consultadas (14 de agosto de 1924), Eduardo Fajardo debe haber cumplido ochenta y seis años recientemente. Atendiendo a la que publicaron en su libro Carlos Aguilar y Jaume Genover (24 de agosto de 1918), se encuentra próximo a cumplir noventa y dos. En cualquier caso, desde aquí le deseamos que continúe celebrando muchos cumpleaños todavía. En lo que hay unanimidad, es en que el actor, joven estrella CIFESA en los años cuarenta, nació en la población de Mosteiro en Pontevedra, y en que es la suya una de las más abultadas y prolíficas filmografías del cine mundial, superando la escandalosa cifra de los ciento ochenta títulos según algunas fuentes, y alcanzando los ciento sesenta y siete de acuerdo con el cómputo de IMDB. Actor de doblaje en los primeros años de la década, será presencia habitual en las superproducciones CIFESA de los años cuarenta y principios de los cincuenta, películas en las que solía repartírsele el papel del segundo galán, frecuentemente teñido de tonos sombríos o traidores. Con posterioridada sus destacadas intervenciones en grandes éxitos como “Locura de amor” (Juan de Orduña, 1948), “Agustina de Aragón” (Juan de Orduña, 1950) o “Balarrasa” (José Antonio Nieves Conde, 1950), cambió de aires, trasladándose a México entre los años 1953 y 1965, donde continuó trabajando y extendió el ámbito de sus actividades hasta el medio televisivo, interviniendo en films tan populares como “La llorona” (René Cardona, 1958) y tan reputados como “Macario” (Roberto Gavaldón, 1959). De vuelta a España, ingresó en el vórtice de la vorágine de las coproducciones que caracterizo la segunda mitad de la década de los años sesenta y los primeros años de la siguiente, desplegando una actividad que no hay más remedio que calificar de frenética. Como muestra, valga apuntar que en 1969 intervino en la friolera de dieciséis producciones, año en el que debía estar descansado pues en el anterior había actuado en “sólo” ocho films. Son años en los que compagina su labor actoral con sus acciones en el Sindicato Nacional del Espectáculo. A este periodo de máximo auge laboral (del que destaca, como clásico del género Spaghetti-Western, “Django” –Sergio Corbucci, 1966-) seguirá una cierta decadencia, desmentida popularmente con su excelente interpretación, seguida por millones de teleespectadores en la serie “Tristeza de amor” (1985).
Actor que a lo largo de su inabarcable carrera ha sido capaz de desdoblarse en dos vertientes opuestas, galán elegante (de ambigua moralidad, a menudo) por un lado, y villano rudo y brutal por otro, también ha podido combinar ambas modalidades en papeles de carácter que requerían ser refinado y cruel a un tiempo. De decir exquisito, Eduardo Fajardo podía dominar cualquier escena empleando su bien modulada voz. Y por lo que ha podido comprobar este burgomaestre consultando Youtube, todavía tiene facultades para seguir haciéndolo.
Hijo del mítico actor Julián Romea, el gran Alberto Romea (Alberto Romea Catalina, Madrid, 16-01-1882, 14-04-1959) coincidió con Miguel Pozanco en los repartos de las citadas “Viaje sin destino”, “Un caballero famoso” y “Deliciosamente tontos”. Como el malogrado actor sevillano, también estrenó repetidamente a Benavente, aunque dada la diferencia de categoría alcanzada en la profesión y la muy distinta dimensión de su carrera tanto en el escenario como en la pantalla, cabe decir que terminan ahí las semejanzas entre ambos intérpretes. Alberto Romea tuvo, por citar algunos ejemplos, un papel en el estreno de “La fuerza bruta”, de Benavente, el cual tuvo lugar en el teatro Lara de Madrid, el 10 de noviembre de 1908; otro, en la comedia en tres actos “La propia estimación”, que se representó por vez primera en el teatro de La Comedia, de Madrid, el 22 de diciembre de 1915; así como en la celebérrima y laureada “Los intereses creados”, cuyo estreno se verificó en el antedicho teatro Lara, el 9 de diciembre de 1907. A tan añejos méritos teatrales, coexistentes con sus primeras experiencias fílmicas, Alberto Romea supo sumar triunfos personales en el Séptimo Arte, pese a encarnar en muy contadas ocasiones personajes protagonistas (el padre Manjón de “Forja de Almas” – Eusebio Fernández-Ardavín, 1943, sería uno de los escasos ejemplos mencionables), que han permanecido y permanecerán siempre en la memoria colectiva del público, cuales son su encarnación del don Luis de “Bienvenido Mr. Marschall” (Luis G. Berlanga, 1953), heroica y algo ridícula personificación del último hidalgo español superviviente, y la de otro docente, el don Anselmo de “Historias de la radio” (José Luis Sáenz de Heredia, 1955), milagroso vencedor en una emocionante prueba radiofónica que resuelve con soponcio incluido. Su no confesada imitación de Groucho Marx en el episodio retrospectivo de ambiente onírico (y estilo cinematográfico remedo de los films silentes) también constituye un grato recuerdo para los cinéfilos más avezados. El conjunto de su labor actoral es, probablemente, una de las parcelas fílmicas más entrañables y queridas por el público español.
El protagonista de nuestro siguiente cromo integró, como Alberto Romea, el reparto de la inolvidable “Historias de la radio”, rodada cuando hacía pocos meses que había vuelto de México, país en el que desarrolló su actividad profesional entre 1946 y 1953. Juan Calvo (Juan Calvo Doménech, Onteniente (Valencia), 22-05-1892 – Madrid, 7-03-1962) ya había trabajado fuera de España muchos lustros antes, cuando formando parte de la compañía teatral de Ros Mendizábal había pasado cuatro años de gira por diversos países sudamericanos. Por aquel entonces, precisamente en 1919, y fruto de su unión con la actriz Minerva Gespier, nació su hijo Armando, quien llegaría a ser el famoso galán Armando Calvo (por ejemplo, protagonista, junto a Manuel Luna, de “El escándalo”, y junto a Sara Montiel, de “El último cuplé”). Juan Calvo, que aparece en la imagen del cromo caracterizado como uno de sus personajes más emblemáticos, el universal Sancho Panza de la canónica versión que dirigió Rafael Gil en 1947 (y que el actor interpretó trazando un paréntesis en su periodo mexicano), fue uno de los característicos más convincentes y eficaces de los excelentes actores que compusieron los repartos del cine español de los años cincuenta. Habitual de Berlanga, Vajda o Gil, Juan Calvo desarrolló su labor en los escenarios desde 1916, uniendo a su calidad de actor dramático la de cantante. Debutó en la pantalla en un pequeño papel de “La hermana San Sulpicio”, de Florián Rey en 1934 y se le recuerda hoy especialmente por su inolvidable Fray Papilla de “Marcelino Pan y Vino”, que firmara Ladislao Vajda en 1955. Con el cineasta nacido en Budapest, ya había actuado Juan Calvo previamente, datándose su primera colaboración en 1940, cuando filmaron “Conjura en Venecia”, el primero de una serie de films que el actor rodó en Italia a lo largo de dos años. A partir de ese título, Juan Calvo fue una presencia prácticamente constante en el cine del genial cineasta, no faltando en los repartos de la citada “Marcelino, Pan y Vino”, “El testamento del virrey”, “Cinco lobitos”, “Aventuras del barbero de Sevilla”, “Tarde de toros” y “Mi tío Jacinto”. Aún más frecuente en el cine de Rafael Gil, para quien actuó en “Huella de luz”, “Eloísa está debajo de un almendor”, “El clavo”, “El fantasma y doña Juanita”, “Lecciones de buen amor”, “Tierra sedienta”, “Don Quijote de la Mancha”, “La otra vida del capitán Contreras”,y “La gran mentira” (film en el que cuajaba una extraordinaria caricatura de un productor cinematográfico inspirado en Cesáreo González), la aportación de Juan Calvo se hizo también valiosísima para Luis García Berlanga, quien le tuvo a sus órdenes en “Calabuch” y en “Los jueves, milagro”, y para la “mihurada” de Fernando Fernán-Gómez, “Sólo para hombres” (1961). Premiado por el Círculo de Escritores Cinematográficos en dos años consecutivos, por “Marcelino, Pan y Vino” y por “Calabuch”, en 1955 y 1956, obtuvo éste mismo año también el galardón del Sindicato Nacional del Espectáculo por el film de Berlanga. Juan Calvo, como otros inmensos característicos del cine español, como Félix Fernández, Antonio Riquelme, Juan Espantaleón, Luis Pérez de León, o Joaquín Roa (por citar sólo algunos, y omitiendo a los más estelares Pepe Isbert o Manolo Morán), vivió profesionalmente dos años de extraordinario auge. Pocos intérpretes pueden presumir de una hoja de servicios tan destacada como la suya, con una lista de títulos que, entre 1955 y 1957 incluía películas tan memorables como “Tarde de toros”, “Historias de la radio”, “La gran mentira”, “Calabuch”, “Mi tío Jacinto”, “El hombre del paraguas blanco” o “Los jueves, milagro”.
Decir de Guadalupe Muñoz Sampedro que es una de las mujeres que más nos han hecho reír en nuestra vida quizá sea una simplificación inaceptable, pero es una realidad lo bastante destacable como para no omitirla. Como tampoco debe pasarse por alto el hecho de que, según cuentan, en la vida real era un puro despiste, que resultaba tanto o más divertida en persona que actuando. A este respecto, el actor Adriano Domínguez contaba en su libro de memorias dos anécdotas de “Guadita”:
“Guadalupe Muñoz Sanpedro, durante aquella época iba todos los años a actuar en un teatro de Zaragoza. En cada una de estas ocasiones, acudía invariablemente a recibirla a la estación, con un gran ramo de flores, el empresario del local; también invariablemente, Guadlupe se volvía hacia su marido, Manuel Soto, y le decía:
-¡Qué señor tan simpático! No te olvides de darle un palco para que vea la obra.
Otra de las víctimas frecuentes de su permanente distracción era un crítico muy en el candelero, que firmaba sus artículos con el seudónimo “Valda”. A pesar de que eran amigos, Guadalupe jamás le llamaba por su nombre. Un día, el hombre le preguntó:
-¿Cómo me llamo, Guadita?
Como era de esperar, ella no lo recordaba.
-Voy a decírselo por última vez. En la próxima ocasión que me encuentre deberá llamarme por mi nombre. No lo olvide: Valda, me llamo Valda.
-Pues claro que no me olvidaré. ¡Faltaría más!
Dos semanas después, los Soto se encontraron con el crítico:
-¿Quién soy yo? ¿Cómo me llamo? –interrogó Valda.
-¡Qué pillín es usted! ¡usted es el señor Pastillas!”
Nacida en Madrid el 15 de febrero de 1896 y fallecida en la misma capital el 4 de diciembre de 1975, Guadalupe Muñoz Sampedro respiró el aire viciado del teatro desde la cuna, ya que su familia se desenvolvía sobre el escenario desde varias generaciones atrás. Hermana de las también actrices Matilde y Mercedes, Guadalupe fue madre a su vez de una nueva actriz, Luchy Soto, y alcanzó, con toda probabilidad, las más altas cotas del humorismo, encarnando con naturalidad innata los personajes más disparatados y estrambóticos de los repartos de las comedias y de los guiones cinematográficos en más de sesenta años de actividad. Debutante en la escena a muy temprana edad, pasa por las compañías de Rosario Pino, Enrique Borrás y Lola Membrives antes de debutar en el cine en 1940, en el film de Florián Rey “La Dolores”. Su vis cómica encaja perfectamente en la óptica del divertimento que postula Ignacio F. Iquino, que cuenta con ella para sus films “Alma de Dios” (1941), “El difunto es un vivo” (1941), y “El hombre de los muñecos” (1942), e igualmente, en el modelo de comedia que propugna Juan de Orduña a través de sus hilarantes “Tuvo la culpa Adán” (1943) y “Ella, él y sus millones” (1944). Habitual del teatro de Jardiel Poncela, actuó en una adaptación al cine de una comedia suya, la que dirigió el también actor Alejandro Ulloa, “Es peligroso asomarse al exterior” (1945). Casualmente, su comicidad se vio acompañada por la del protagonista de nuestro siguiente cromo tanto en los films de Iquino, como en los de Orduña, como en el de Ulloa.
Si Juan Calvo se sale de la pauta de estos programas de mano (en los que los artistas aparecen elegantemente vestidos de calle y posando para el objetivo de la cámara) con su caracterización de Sancho Panza, nuestro siguiente protagonista, hace lo propio con su propia fisonomía. Fernando Freyre de Andrade (Ávila, 16-05-1904 – Madrid, 16-10-1946) parecía dibujado por Opisso. Su rostro, singular, inopinado, expresivo, era el de una caricatura viviente. Dejando inconclusas las carreras de Medicina (de la que no cursó más que el preparatorio) y Derecho (que empezó en la Universidad de El Escorial), el joven Fernando Freyre de Andrade se deja seducir por el magnético embrujo del teatro a través de una invitación de unos amigos aficionados de la localidad de San Lorenzo, que le piden que sustituya al especialista en papeles cómicos en vísperas de escenificar la obra de Antonio Paso “¡Tío de mi vida!”. La experiencia agrada tanto al estudiante que decide dejar de serlo para dedicarse definitivamente al arte de Talía. Su debut profesional tuvo lugar en el teatro Infanta Beatriz de Madrid, a finales de 1925, en la compañía de Ernesto Vilches. Tras una gira por Sudamérica en el seno de dicha empresa, y tras pasar por la de Guerrero-Díaz de Mendoza (con la que volvió a cruzar el Atlántico) pasará a engrosar la nómina de Irene López de Heredia, manteniéndose bajo su férula a lo largo de seis años. No pasará mucho tiempo antes de que la cámara descubra su estrambótica fotogenia en films tan exitosos como “La bien pagada” (Eusebio Fernández Ardavín, 1933), “La hija del penal “ (Eduardo García Maroto, 1934), “La hija de Juan Simón” (José Luis Sáenz de Heredia, 1935) o “La señorita de Trévelez” (Edgar Neville, 1935), o como “Don Quintín el Amargao” (Luis Marquina, 1935). La excelente marcha ascendente de su carrera cinematográfica se ve brutalmente interrumpida por la Guerra Civil, cuyo desenlace le traerá aparejado, además, sufrir tres meses de encarcelamiento. Tras esta desagradable peripecia, Freyre de Andrade consigue retomar el pulso de su quebrada trayectoria profesional, de la mano de cineastas que ya habían confiado en él en el pasado, como Luis Marquina o José Luis Sáenz de Heredia, pero es el tarraconense (de Valls) Ignacio F. Iquino quien le surte del grueso de oportunidades para recuperar el terreno perdido en el cine, proporcionándole papeles en films como “La culpa del otro” (1942), “Los ladrones somos gente honrada” (1942), o su único papel de protagonista en “El hombre de los muñecos” (1943). Esta reincorporación a los circuitos profesionales permitirá a este caricato excelente integrarse en la compañía estable de las comedias tipo “screw ball” (en las que encajaba como el proverbial guante en la mano) de Juan de Orduña “Deliciosamente tontos” (1943) y “Ella, él y sus millones” (1944). De manera similar a como sucediera sólo tres años antes con Miguel Pozanco, el otro actor de comedia del que hablábamos unos párrafos más arriba, y por desgracia, una súbita enfermedad segó la vida de Fernando Freyre en 1946, truncando definitivamente la que había de ser una carrera estelar de un cómico cuya presencia tenía vocación de universalidad, dejando como último film de su carrera, “Es peligroso asomarse al exterior”, que, dirigido por el también actor Alejandro Ulloa, suponía su segunda incorporación en el cine al “Universo Jardiel”, para el que estaba naturalmente tan bien dotado.
Nuestro último cromo lo protagoniza Rafael Durán. Galán de éxito incontestable, especialmente notable durante la primera mitad de los años cuarenta, más refinado que Alfredo Mayo y mucho más redicho, tenía la voz tan repeinada como el cabello. Rafael Durán Espayaldo (Madrid, 15-12-1911 – Sevilla, 12-02-1994) constituye una de las debilidades de este burgomaestre. Si mérito extraordinario tienen los amados actores característicos, mayor se me antoja todavía el de los que tienen que apechugar con el papel protagónico, y Rafael Durán, a fe mía que puso la mayor voluntad y empeño en dar vida, ordenada, aplicada y resueltamente a los cometidos más comprometidos. Igualmente dispuesto para aceptar el ridículo en films cómicos en los que su galanura quedaba expuesta al chaparrón de la risa, como para afrontar peligros sin cuento en arriesgadas empresas de corte dramático en films de hondura moral y trascendencia. Hijo de un jefe de intervención de una compañía comercial (escritor de obras de teatro que nunca se representaron), Rafael Durán, tras ser un estudiante aceptable de bachillerato, al que sólo las asignaturas de Geografía y Dibujo atraían, se inició en el teatro con dieciocho años, en una compañía menor, donde fue contratado con un sueldo de cinco pesetas diarias. Posteriormente pasó a la compañía de Adamuz y después a la de Irene López Heredia. En 1936, formando parte de la compañía flamenca de Estrellita Castro durante la gira que realizaban por el norte de África, como consecuencia de que la Castro fue contratada para protagonizar el film “Rosario la Cortijera”, debuta en el medio cinematográfico, como el trasvase natural de su condición de galán de la compañía de la que era titular la tonadillera. Tras la guerra, se produce su contratación como actor de doblaje de los estudios de sincronización de la Metro Goldwyn Mayer en Barcelona, donde le dirige Gonzalo Delgrás. Al pasar éste de la dirección de doblajes a la dirección de un film entero y verdadero, reclama a Durán para que protagonice junto a Josita Hernán “La tonta del bote”, película constituyó un éxito morrocotudo y que propicio un tríptico de films horribles protagonizados por la misma pareja (y de las que el propio Rafael Durán abominó públicamente: “Muñequita”, “El trece mil” y “Pimentilla”). Afortunadamente, de la mano de directores como Gonzalo Delgrás, José Luis Sáenz de Heredia, Juan de Orduña y, especialmente, de Rafael Gil, el actor conseguirá no solo reconducir su carrera sino protagonizar algunos de los mejores títulos de la cinematografía española de posguerra, tales como “Un marido a precio fijo” (Gonzalo Delgrás, 1942), “Eloísa está debajo de un almendro” (Rafael Gil, 1943), “El clavo” (Rafael Gil, 1943), “Ella, él y sus millones” (Juan de Orduña, 1944), “El destino se disculpa” (José Luis Sáenz de Heredia, 1945), “La vida en un hilo” (Edgar Neville, 1945), “La pródiga” (Rafael Gil, 1946), “La fe” (Rafael Gil, 1947), “Séptima página” (Ladislao Vajda, 1950), o “El gran galeoto” (Rafael Gil, 1951). La estrella de Rafael Durán decae al rebasar el meridiano de la década de los cuarenta y pasa de perder su estatus de protagonista a acceder a papeles de carácter, los cuales asume con tanta dignidad como modestia. Actor de registros que hoy resultan en exceso envarados y almidonados, hizo de su característico “juego de cejas” un sello personal, reconocible por el público. Su dicción pluscuamperfecta y sus esplendentes modales no han encontrado aún parangón en la cinematografía posterior. Su entrega incondicional a su oficio le llevó en 1946 a permanecer recluido durante seis meses en un seminario para preparar debidamente su papel de sacerdote en el arriesgado film “La fe” (cuya escandalosa conclusión la censura, por cierto, se encargó de limar a conciencia) y poder mortificarse con mayor intensidad al resistirse a los embates sexuales de la díscola beata encarnada por una rozagante, juvenil y maciza Amparito Rivelles.
Rafael Durán, un tipo cabal y educado, admirador de Charles Boyer y de don Juan de Austria (el primero era su ideal profesional y el segundo, su personaje histórico predilecto, que, por cierto, no pudo encarnar en el cine, pero sí a su preceptor en “Jeromín” –Luis Lucia, 1953-), cierra este pequeño muestrario de fulgurantes estrellas del firmamento fílmico español. CIFESA tuvo muchas más. Las más rutilantes: Aurora Bautista, Alfredo Mayo, Ana Mariscal, el joven Fernando Rey, la precoz Sarita Montiel... al lado de estas, los eficaces y geniales Juan Espantaleón, Nicolás Díaz Perchicot, Félix Fernández, Antonio Casal, Julia Lajos, Mary Delgado, Camino Garrigó, Casimiro Hurtado, y tantos otros profesionales magníficos que, a menudo en condiciones más que precarias, consiguieron elevar con su oficio a la altura de lo sublime un cine que, de otro modo, no habría tenido más opción que la de arrastrarse. Y además, como reiteradamente manifiestan en el texto de estos cromos autografiados, fueron capaces de hacerlo “con toda simpatía”. Gracias a todos por ello.