Pequeños relatos de Ciencia Ficción-36: Nunca pasa nada.

Por Jesús Marcial Grande Gutiérrez

"Os lo diré a vosotros, aburridos humanos; os diré lo que soy capaz de hacer, lo que puedo crear con mis propias manos"
 Allí, entre mis dedos, sostenía la gran hondonada cóncava donde organizaría un espectáculo telúrico. En el inmenso cuenco de cristal, sobre su fondo transparente, se acumulaba la Sustancia Prima: un informe cóctel cósmico de materia. Con mi poderosa voluntad inicié el movimiento de la gigantesca semiesfera.  La Sustancia Prima empezó a deslizarse cual inmenso maremoto lamiendo el interior de la cúpula acristalada. Un gigantesco océano de arena líquida invadió el pulido casquete dejando tras de sí una espesa capa entre la que estallaban enormes burbujas de aire. 
Una ola espantosa recorría, incontenible, aquel hemisferio de vidrio. Yo escuchaba el enorme fragor de los cataclismos que se producían en medio de aquella corriente telúrica. Sordos terremotos asolaban las montañas de lodo pardo. Las formidables explosiones de las burbujas al estallar se multiplicaban con el eco de las paredes de aquel cuenco inconmensurable. Me ensordecía el rugido de las corrientes enlodadas que barrían la lisa superficie.
Aquel terrible  lodomoto  había recorrido ya la mitad de la cúpula que yo sostenía entre mis grandes y poderosas manos. Impulsadas por una divina voluntad, mis manos de Hércules cósmico ladearon ligeramente la semiesfera jugando con la viscosa materia en medio de la inmensidad del espacio. Bifurqué la corriente de lodo, volví a cruzar las corrientes de lava... la enorme cúpula estaba siendo recorrida por devastadoras corrientes que se entremezclaban en medio de una continua ebullición.
Mis ojos, demasiado acostumbrados a estos grandes espectáculos, no  podían entrever que acaso, en aquel agitado lodazal de debatían extraños seres en rústicas embarcaciones luchando por sobrevivir. Yo  no podía imaginar que arrasaba civilizaciones enteras, Atlántidas ignoradas, asentadas en la materia primigenia que ahora se estrellaba contra las paredes de la cúpula. 
Cansado de tan impresionante juguete, mis manos depositaron descuidadamente aquel experimento universal en su lugar habitual del espacio. En el cristalino cuenco los lodos retomaron mansamente al fondo dejando tras de sí inmensos desiertos parduzcos. Estallaron las últimas burbujas gigantes y empezaron a aparecer flotando los restos de los naufragios que se fueron depositando sobre las playas de lodo seco. grandes nubes de vapor ascendían entre las montañas de materia destrozada, aún caliente, mientras en el fondo del cristalino receptáculo el agua enlodada tornábase tranquila. 
Posé con cuidado aquel cuenco maravilloso. Me parecía haber soñado como cuando era un niño. Con un suspiro dirigí la última mirada a la transparente taza del desayuno de un domingo cualquiera. Aún podían verse allí, sobre su fondo, los devastadores efectos de los residuos de azúcar y cola-cao con que, hacía un instante, mi cerebro y mis manos habían creado un desastre escatológico. Era la mañana de un domingo de la, nunca aburrida si se sabe soñar, existencia humana.