Quizá pudiera notar la radiación, aunque solo fuera como una nueva y desagradable condición ambiental. Eso, a fin de cuentas, solía ser ciencia. Pero, sensorialmente, el silbido de los balísticos intercontinentales rasgando el cielo está a otro nivel, requiere algo más de percepción. Las explosiones serían poco más que aire, agitación y calor. La sangre sobre la tierra tal vez pudiera nutrir, en algún magnífico caso de adaptación. Un cactus en Tel Aviv, fundamentalmente, no hubiera podido entender los gritos de un país que se desgarra, y no solo por el agresivo ruido de las ametralladoras.
Si, y solo si, llegara a caer sobre él la prometida lluvia ácida, quedaría como testigo de algún tipo desastre medioambiental. Nunca, jamás, una guerra atómica que no ha tenido la capacidad de entender. Tal vez, recorrido por las cucarachas que sobrevivieron al sionismo, el cactus pudo haber extrañado el Sol. Pero, si aún vive alzado y no lo han enterrado el polvo, la ceniza y el azufre, es improbable que sepa que se lo arrancaron el miedo y la locura”.
Texto: Enrique Trenado Pardo