Los que estamos peor somos los jubilados, empeñados en que el júbilo nos acompañe en la decadencia. Una obsolescencia programada que llevamos inscrita en los genes y que, conscientes o no, escudriñamos nada más levantarnos o justo antes de acostarnos. Lleno los días de tareas para que me ayuden a evadirme de tales temores. Sin embargo, en estos dos años no he cumplido ni la mitad de la mitad de los propósitos que tenía planeados. No todos ellos los he arrinconado definitivamente, sino que continúan pendientes en el cajón de proyectos con los que pretendo ser dueño de mi futuro. Un futuro que se aplaza por la urgencia de lo cotidiano, justamente cuando más tiempo dispongo para cualquier utopía.
Y la verdad es que el tiempo me arrolla y el futuro me sobrepasa, dejándome aturdido con la cuenta atrás. Es una percepción que intento no influya en mi día a día, impidiéndome el optimismo con el que afrontar el porvenir que tenga reservado. Pero de vez en cuando, como en este balance improvisado como pensionista, aflora para que sea realista y me espabile. Lo intento. Les aseguro que lo intento. Pero me niego apuntarme, como un viejo más, a los viajes del Imserso.