Se había merecido el ascenso...
Fermín Domingo había sido ascendido y caminaba sonriente hacia su nuevo despacho. Observó al llegar que un hombre estaba inscribiendo su nombre en el cristal de la puerta. Se sintió orgulloso al leerlo. Pensó que, desde luego, se había merecido el ascenso. Le saludó cortésmente al hombre y entró al interior cerrando la puerta tras de sí. Era un despacho enorme; mucho más grande que el anterior que había ocupado.Fermín estaba algo excitado; al fin y al cabo, no todos los días le ascendían a uno. Se sentó en su silla giratoria y, con una sonrisa de oreja a oreja, observó su gran mesa de mármol negro, la fotografía del fundador de la empresa, el cuadro abstracto del fondo... Era grande. Un tipo listo. Un trabajador. Sin duda, pensó fachendosamente, se merecía un despacho así. Se levantó de la silla, se quitó con parsimonia su abrigo y lo colgó en la percha de la pared. Después, al volverse hacia la silla, escuchó el leve sonido del abrigo al caer al suelo. Se volvió y vio el abrigo en el suelo del despacho.
—Vaya, qué descuidado estoy —se dijo sin perder su buen humor.
Tomó el abrigo y —ahora sí— con sumo cuidado lo volvió a colgar en la percha. Sin embargo, el abrigo volvió a caer al momento. Fermín lo vio en el suelo, aturdido, y observó la percha detenidamente: era una vulgar percha de pared de madera, con cuatro colgaderos de metal. Fermín resopló sin darle importancia, recogió el abrigo del suelo y lo volvió a colgar en el mismo colgadero.
—Así, quietecito —dijo entre dientes.
A los dos segundos el abrigo volvió a caer al suelo. Fermín lo vio caer, asombrado; parecía que sus cejas se quisieran escapar de su rostro. Tocó instintivamente el colgadero de metal en el que había colgado el abrigo; parecía firme, seguro. No se podía doblar hacia abajo. No podía dejar caer el abrigo, pensó extrañamente. Y volvió a colgar el abrigo.
—Ya está —se dijo—. Ahora sí que no...
No pudo terminar la frase. El abrigo cayó al suelo. Sí, de hecho, le pareció ver que el colgadero se doblaba hacia abajo, dejándolo caer. Pero, por supuesto, eso no podía haber ocurrido. Tenían que haber sido imaginaciones suyas. Claro que sí. Eso tenía que ser. Recogió el abrigo del suelo y sin miramientos lo volvió a colgar, esta vez en otro colgadero. No sirvió de nada. Volvió a caer al suelo. Al parecer, toda la percha estaba en su contra. No obstante, Fermín lo intentó otra vez, colgándolo en otro colgadero, pero al instante ocurrió lo mismo. Estaba visto que la percha no tenía intención de aguantar ningún peso.
—¡Mierda! —gruñó Fermín—. ¿Qué coño le sucede a esta percha? —dijo mirándola con fijeza, escrito el odio en sus ojos.
La percha permanecía inmóvil y callada, riéndose de él sin mover la boca. nada se movía y se sintió un poco ridículo
¿Qué percha era aquélla, que se negaba a servir para lo que había sido diseñada? ¿Cuáles eran los motivos para tamaña rebelión? ¿Acaso añoraba las ropas de su anterior dueño y le quería seguir siendo fiel, a pesar de que éste ya no estaba? ¿Acaso estaría apenada por la muerte de su anterior dueño? ¿Acaso sabría que Fermín había mandado asesinar a su anterior dueño para así conseguir el ascenso y su consiguiente despacho?
Entre tanto, Fermín la seguía observando fijamente, esperando ver que alguno de sus colgaderos se moviera un poco, delatándola. Pero no se movían. Nada se movía. Pasados unos minutos Fermín torció el gesto, sonrió sintiéndose un poco ridículo y volvió a colgar el abrigo en uno de los colgaderos. Su sonrisa se borró al momento. El abrigo cayó al suelo. La percha lo dejó caer. Sí, el abrigo no se tiraba porque no quisiera estar colgado. Era la percha quien lo tiraba.
—No puede ser —susurró Fermín.
Recogió el abrigo del suelo y lo dejó encima de la gran mesa.
—Veremos quién gana esta batalla —le dijo a la percha con aire desafiante. Y la tomó de dos de sus colgaderos y tiró de ellos con fuerza, con tesón, intentando arrancarla de la pared.
—Quizás seas una percha embrujada, una percha maldita, pero te voy a destrozar —dijo con rabia.
La percha no gritó, no emitió ningún sonido. Estaba bien ajustada a la pared con dos gruesos tornillos.
—¡Maldita seas! —escupió Fermín, golpeándola.
De repente se abrió la puerta del despacho y entró el hombre que estaba pintando su nombre.
—¿Qué hace? —inquirió asombrado—. ¿Qué daño le ha hecho la percha?
Fermín pensó que estaba actuando como un estúpido. Se sintió peor que si lo hubieran sorprendido golpeando a una vieja.
—No me gusta esta percha —se excusó.
—De acuerdo, no le gusta. Pero no le pegue, ¿vale? —dijo el hombre severamente.
Fermín asintió con la cabeza, avergonzado.
—Oiga..., ¿puede conseguirme un destornillador? —solicitó Fermín rápidamente—. Quiero quitar esta percha de mi despacho.
El hombre se rascó la coronilla pensativamente.
—No le entiendo, desde luego que no... En fin..., le traeré un destornillador si usted quiere —accedió el hombre suspirando, y salió del despacho a buscarlo.
Fermín se volvió hacia la percha.
—Se acerca tu fin, hija de puta —dijo con desprecio.
Un minuto después, llegó el hombre con el destornillador y se lo entregó a Fermín. Tras muchos esfuerzos, Fermín consiguió desatornillar los dos tornillos y despegar la percha de la pared. Radiante de felicidad, con desbordante alegría, la sostuvo en sus manos como si fuera un trofeo.
—Eres mía —dijo complacido.
Pasó por su antiguo despacho...
Con ella bajo el brazo, salió del despacho, salió de la empresa y llegó a la calle. Una vez allí, pensó en destrozarla en varias partes, en arrancar los colgaderos uno a uno, en quemarlo todo. Finalmente, decidió no hacer nada de eso; le pareció cosa de locos. La dejó sin más dentro de un cubo de basura.Después entró de nuevo en la empresa, pasó por su antiguo despacho (desocupado todavía) y tomó de allí su antiguo perchero. Al entrar en su nuevo despacho, observó con complacencia el vacío que había en la pared, donde antes estaba la percha. Colocó allí mismo el perchero. Después cogió el abrigo de encima de la mesa y lo colgó en un colgadero del perchero.
—No me falles tú también —se dijo Fermín—. No me falles.
El abrigo continuó colgado, fijo e inmóvil; el perchero no lo dejó caer. Fermín sonrió, sintiendo que había vencido la batalla, y contempló con agrado el interior del despacho, pareciéndole maravilloso. Había luchado tanto para conseguirlo... Sonriendo todavía fue hasta su silla giratoria e hizo ademán de sentarse, pero ésta se apartó rápidamente y el hombre cayó al suelo. En ese momento, la gran mesa de mármol negro cayó sobre él. Roberto Malo es el más y mejor cuentista de la banda