Entrar en el juego de la política es como engancharte al Candy Crush, una vez te lo descargas, necesitas andar pidiendo vidas, buscando coaliciones y aceptando invitaciones de gente que ni conoces para permanecer en la arena política comiendo chuches el máximo de tiempo posible.
Dicen también que es un acto de equilibrio entre aquellos que quieren entrar y aquellos que no quieren salir. Para mí, la política es un tapiz bordado a mano por los griegos y de un precio incalculable al que el niño mimado de la casa dejó caer zumo de tomate y lo manchó para siempre. Lo podemos llevar a la tintorería y que con cada voto de los ciudadanos, cual golpe de jabón, intentar limpiarlo pero no nos engañemos, era tomate del bueno.
También podemos ponerle una mesita encima como quien no quiere la cosa pero la mancha siempre estará ahí, latente, viva y roja que afea y desvaloriza el precioso tapiz bordado a mano hasta devaluarlo a lo que es ahora, un tapete que sirve para bodas, fiestas y corridas de toros indiscriminadamente, que se vende al mejor postor y del que todo el mundo quiere ser dueño, desde los banqueros, pasando por los empresarios, iluminados y ciudadanos de a pie. Todos quieren poseerlo pero nadie sabe cómo usarlo, nadie sabe cómo quitarle la mancha de tomate que enturbia su belleza y poder y nadie sabe cómo pisarlo sin deshilacharlo y dejar sus sucias huellas de barro sobre él.
La política es, pues, uno de los más grandes y hermosos misterios de la creación humana, tan mal utilizada e impracticada como el arte y tan mágico y misterioso como los unicornios.