En 1935, Emilio Pérez Piñero nació en Valencia, pero siempre se sintió de Calasparra, localidad a la que llegó de muy niño y donde soñaba con ser marino mercante. Su padre le quitó esa idea de la cabeza, convenciéndolo para que estudiara Arquitectura. El ingenio, la destreza y la habilidad de aquel chaval introvertido, que pintaba y construía sus propios juguetes, había que encauzarlos. Emilio vivió una infancia en libertad, añorando la presencia de su progenitor, militar republicano encarcelado tras la contienda civil. A los 8 años comienza su educación, a la que él accede con poco interés. Su llegada al instituto de enseñanza media de Caravaca de la Cruz le llevaría a cambiar esa actitud ante los libros. Y en 1957, tras valorar matricularse en Bellas Artes, ingresa en la Escuela Superior Técnica de Arquitectura de Madrid. Antes de concluir la carrera, ya recibe premios y reconocimientos por su brillantez.
Como Pérez Piñero, el arquitecto estadounidense Richard Buckminster Fuller también fue un visionario. De fama mundial, se especializó en construir cúpulas geodésicas impresionantes. El sublime Salvador Dalí conocía su trabajo y contactó con él para que realizara la cúpula de su museo en Figueras. No hubo acuerdo, pues era notoria la predisposición que el genial artista catalán solía tener ante la cuestión crematística, si bien alguien le habló de “un chico que está en un pueblo de Murcia, pero que hace cosas mucho más atrevidas que las de Fuller”. Es más, el propio Fuller le reconocería a Dalí, en un gesto que habla de su enorme generosidad, que Piñero, cuarenta años más joven que él, realizaba cosas “que yo no podría hacer”.
El murciano trabajó durante varios años en el proyecto, ante la admiración del pintor por su marcada visión futurista, pero no pudo verlo culminado al morir en accidente de tráfico, ocurrido en la provincia de Castellón, cuando regresaba precisamente de Figueras, en julio de 1972. Su hermano José María, ingeniero industrial, culminaría el montaje de aquella imponente obra a comienzos de 1973. Hacía poco tiempo que Emilio había sido galardonado con el prestigioso premio Auguste Perret por la Unión Internacional de Arquitectos, un galardón que recogieron su viuda y su primogénito dos meses después del entierro.
Antes, Pérez Piñero había construido, entre otros, un pabellón de exposiciones y un teatro para los Festivales de España, ambos transportables, e incluso su nombre se barajó por la NASA para llevar a cabo estructuras modulares e instalar invernaderos en la Luna. Y por la Armada norteamericana, para realizar un proyecto en la Antártida.
Estamos, pues, ante un personaje de primerísimo nivel al que, muchos así lo pensamos, no se le ha hecho justicia en su tierra. Cierto que posee una plaza en Calasparra, sendas calles -en el barrio de Vistalegre de la capital y en Fortuna- y que el instituto de secundaria calasparreño lleva su nombre, pero prácticamente ahí se quedó todo. En 1992, coincidiendo con el vigésimo aniversario de su muerte, la familia tuvo que impulsar una Fundación, con sede en Calasparra, que reuniera parte del legado de Pérez Piñero, amplio y fecundo, aunque muriera prematuramente con apenas 36 años. Quizá, como otro visionario, Leonardo da Vinci, mientras creía que estaba aprendiendo a vivir, cuando en realidad estaba aprendiendo a morir. En cualquier caso, nunca es tarde para reivindicar a un genio.
[‘La Verdad’ de Murcia. 22-1-2019]