Me levanto. No gruño ni me arrastro por el pasillo, eso lo dejo para después de la siesta, esa cabezada sí que me sienta mal, aunque a ver quién se resiste a Morfeo cuando decide presentarse en la sobremesa, yo soy incapaz. Hay tardes en las que con gusto engancharía y dormiría y dormiría hasta el día siguiente, sin despertador, por favor.
Me da pereza ir al hospital. No me da pereza pensar en trabajar sino meterme en carretera. Quien ideó la campaña de "¿Te gusta conducir?" no lo hizo pensando en Madrid y su M30, con una imagen de un conductor a esas horas no se vendería ni un coche. Aún así, alguno hay que tiene el valor de asomar el brazo por la ventanilla para hacer tonterías con la mano al viento. La magia se rompe ante el quiebro de la moto del primer donante de órganos potencial del día o el sonido impaciente de la bocina que acompaña a la ráfaga de las largas del que no ha madrugado lo suficiente y pretende recuperar el tiempo en el trayecto. Seguro que tampoco ha desayunado, esas ganas de morder al de delante son un signo inequívoco de hipoglucemia.
La prueba final, antes de empezar la jornada, es recorrer los últimos metros antes de la entrada al hospital. El indeciso que busca sitio cambia de idea cuando decides adelantarle. En ese instante acelera y opta por pararse, en doble fila, justo antes de la entrada del parking o, ¿por qué no?, en la entrada misma, que allí dispone de más espacio. Una vez situado en el lugar escogido, procede a descargar con calma su pasaje. Los que quieran entrar, que esperen. Una pensaría que se terminará acostumbrado a algo que sucede todos los días, sin embargo todavía no he adquirido ese hábito. No sé cuál es mi problema pero, con el tiempo y la insistencia, no mejora mi tolerancia a la estupidez.