Hace falta una gran valentía para dirigir tan magistralmente a actores de la talla de Belén Rueda, Eduard Fernández, Juana Acosta, Pepón Nieto, Eduardo Noriega, acompañados de jóvenes promesas como Dafne Fernández y Beatriz Olivares, con los que de la Iglesia consigue plasmar la realidad de diversas parejas que todos conocemos o con las que todos nos sentimos identificados de algún modo. Honestamente parece como si el experimentado y siempre arriesgado director exprimiera a sus actores para sacar hasta la última gota de su interpretación, algo que por otra parte, es característico de la filmología de este innovador. Las tensiones de pareja, los resquemores y rencores, las dinámicas de grupo y el papel de cada personaje en el mismo, no solo se plantean, sino que pueden percibirse, mascarse, a medida que sutiles gestos e interacciones entre ellos van delatando el quién es quién en este grupo de mentirosos, adúlteros y oportunistas. Esto es algo sencillamente magistral, algo puramente teatral, ya que no resulta fácil construir tan elocuentemente diferentes personajes estereotipos y permitir que se vayan mostrando poco a poco, que sean ellos mismos quiénes se desenvuelvan y se expliquen ante el público.
Y es que este singular filme tiene una poderosa carga teatral, ya que plantea la situación en la que un grupo de antiguos amigos de mediana edad y sus respectivas parejas se reúnen a cenar y plantean un juego en el que toda interacción social mediante su teléfono móvil deberá ser mostrada en público. Es decir, todo mensaje se leerá y mostrará, toda llamada será atendida en altavoz, todo correo electrónico leído. Y todo ello, la misma noche en la que se produce un peculiar e interesante fenómeno lunar, mezclando el eclipse lunar con el perigeo o ‘súperluna’, esto es el momento en que el satélite terrestre se encuentra más cerca de nuestro planeta. Así, los personajes son testigos de un fenómeno único en el que la Luna se muestra roja y de gran tamaño, comentando ciertas facultades mágicas y enloquecedoras que al parecer este fenómeno produce y que, de algún modo, justifican la sucesión de acontecimientos disparatados que se van a ir produciendo.
Así, en un pequeño espacio que comprende un salón comedor, una cocina y una terraza, se reparte toda la acción del filme, pero para aquellos que piensan que esto podría saber a poco, se equivocan. Álex de la Iglesia logra que los personajes llenen el espacio con su presencia, impregnando con cada gesto, cada mirada y cada comentario cada minuto de cinta, impidiendo cualquier posibilidad de apatía en el espectador. Por si esto no fuera poco, se plantean situaciones hilarantes y totalmente sorprendentes que dejan al espectador saltando de la butaca entre risas y lágrimas, otros momentos de tensión que le hacen agarrar con fuerza el reposabrazos e incluso algún momento emotivamente tierno o de justicia poética que le inflaman. Este tipo de películas de tal abanico de emociones son las que transmiten la esencia más pura del teatro a la gran pantalla, las que sacan lo mejor del actor y ofrecen interpretaciones memorables.
Quizás el único momento agridulce para el espectador llega con el final de la cinta, tanto por el fin en sí mismo de tales emociones y de una historia con tantísimo jugo, como por el recurso final de ensoñación e imaginación que se hace para dar carpetazo a la historia y que nos parece un truco fácil, de serie o película de poca categoría, aunque ciertamente en esta cinta se convierte en algo justamente necesario que da cohesión y coherencia al influjo desquiciante que la Luna produce en los personajes. Una obra que empieza sin prometer nada y cumple con todo lo que pudiera prometer, que abofetea con su moraleja las conciencias además de sembrar la duda en quienes son aquellos que nos rodean y que secretos nos ocultan. No somos perfectos, ni somos desconocidos. Solo fingimos ser lo primero mientras ocultamos ser lo segundo.