Los pocos pero inestimables lectores que me aconsejaron amablemente sobre mis lecturas vacacionales fueron casi unánimes: clásicos, algo añejos, y americanos. A sangre fría ha sido, por un orden cercano al azar más absoluto, el tercero de ellos. Quedan cuatro por delante; dadme tiempo y caerán uno a uno; ojalá todos fueran como éste.Clásico instantáneo. Cuando Capote publicó este libro, en 1965, era un escritor que frecuentaba la alta sociedad norteamericana. Me imagino, por su condición de homosexual, a una especie de Terenci Moix o un Antonio Gala, rodeado y venerado por ricos y famosos, ávidos de mostrarse a su lado y presentarle como "el escritor" o "el genio" o "el artista", siempre boquiabiertos, pendientes de que emitiera un juicio, o dijera una frase, por banal e ininspirada que fuera, para aplaudirle y babear. Aún así, es de agradecer que Capote no fuera permeable a tanta frivolidad y a tanta superficialidad. A sangre fría es una novela (una "novela de no ficción") tan brillante que uno duda si la coexistencia de Capote entre esas sofisticadas multitudes no fuera otro paso más de un estricto y científico proceso de toma de contacto y documentación. Porque una de sus primeras cualidades es la objetividad, o al menos una muy elevada dosis de objetividad. Capote permanece en el lado de la realidad las más de las veces. Explica las cosas; las que sabe que han pasado y las que imagina que pasaron, sin excederse ni fantasear en exceso. Es un libro sobre hechos reales. Pronto habla de seis vidas cercenadas por cuatro asesinatos. Las cartas se muestran deprisa. Con una pericia propia de un estudio científico, A sangre fría puede llamarse tanto novela como crónica como informe, y ninguna de esas definiciones abarcan su grandeza, y ninguna de esas definiciones falta a la verdad. Sin habla me ha dejado tanto la variedad de registros de Capote (describiendo cálidamente a las víctimas, pero sin omitir el perfil humano de los criminales) como su soberbia maestría en el avance de la novela. Y el colofón de ese último capítulo: El rincón, donde juega algo más (pero con una proverbial sutileza) a ser subjetivo, pero sin acercarse ni mínimamente al alegato. Casi sin aliento me ha dejado, igualmente, su descripción de esas sensaciones de los criminales, casi, bordeando la primera persona. En una especie de ejercicio de apropiación de la sinrazón, pasaje éste, de la novela, en la que quien lee, metido a fondo en la trama, transita con cierto temor siniestro a empatizar con el criminal, a encontrar el lector, en uno mismo, pretexto o justificación, o excusa, para el crimen. Tan bien escribía Capote, sí. Donde la Highsmith, en un libro de misterio puro y duro, me ponía algo impaciente, Capote, sabiendo qué pasará a final, dosifica sabiamente los acontecimientos. Tantos personajes es capaz de trazar en esas 400 páginas. Los investigadores de la policía: su obsesión enfermiza por el caso y como ello afecta su ánimo y su existencia diaria. La comunidad en que el crimen se perpetra, sus personajes principales y secundarios, su ente colectivo. El miedo, el recelo, la desconfianza. El sentido del deber, la cuestión ética de la pena capital.Vuelvo al principio: Capote frecuentaba aristócratas y actrices y gente poderosa y, como muchos escritores evanescentes y pagados de sí mismos, podría haberse dejado llevar por la adulación y la ligereza y ser una especie de bufón de corte, un mariángelalcázar o un josepsandoval arrodillado y servil. Eligió otras cosas, afortunadamente, una de ellas, escribir esta novela, esta despampanante obra maestra.