Perico, sin sombrero, segundo por la izquierda
He leído en la prensa de hoy que se cumple un cuarto de siglo del cierre de la última centralita telefónica manual que hubo en nuestro país. Estaba en la Alpujarra. Pero yo me referiré a la de mi pueblo, la que regentaba Pedro Alfonso Bermúdez, para nosotros Perico. De pequeño, yo creía en sus dotes adivinatorias, más que nada porque, desde mi casa, descolgaba aquel auricular negro como el tizón y le decía: “Perico, ponme con mi padre”. Él, desde el otro lado de la línea, sabía perfectamente quién era yo y, por consiguiente, quién era mi padre, por lo que me conectaba ipso facto con el ayuntamiento donde trabajaba mi progenitor.
Perico, siempre lo dice mi tío Manolo, fue de esas personas que, si todos hubiéramos sido como él, los gerentes de empresas de puertas blindadas se hubieran arruinado. Al parecer, su bondad era infinita.
Recuerdo una noche de verano en la que mi padre y yo nos llegamos hasta el local donde Perico pasaba más horas que en su propia casa. Subimos al piso superior y allí estaba él, con algunos chiquillos, contemplando desde una ventana, abierta de par en par, la película que a esa hora se proyectaba en la imponente pantalla del colindante cine Balanza. Años después, al ver ‘Cinema Paradiso’, la maravillosa obra de Giuseppe Tornatore, recordé ese pasaje de mi vida.
Un día, cuando cerraron la centralita, a Perico lo trasladó la Compañía Telefónica nada menos que a Palma de Mallorca. Yo imagino su disgusto pues, para él, creo que su pueblo –y su gente– lo era todo. Resignado, preparó su equipaje y se fue hasta el archipiélago balear. Desde allí solía llamar con frecuencia a mi casa, y supongo que también a otras, para que le contáramos detalles de cómo iba la cosa por su patria chica. Yo, a veces, le cogía las llamadas y, a mi corta edad, me convertía en transmisor de lo que, a mis pocos e inexpertos años, podía saber del devenir diario.
A Perico lo homenajearon una tarde, ya mayor y enfermo, y lo recuerdo sentado en un elegante sillón en medio de un escenario. Él, que fue la discreción personificada, allí encaramado, recibiendo ruborizado el aplauso y merecido reconocimiento de sus paisanos.
Siempre imaginé que, si es verdad que existe el Cielo, el día en que me muera ha de estar a las puertas Perico, recibiendo a la gente de su pueblo e invitándola a instalarse. Y quizá, por ello, llegue a pensar que la muerte solo sea, acaso, el comienzo de un sueño.
P. S.: Otro día hablaré de su vertiente campanera.