El aire se retira,
y mi corazón late nuevamente.
En tono personal escribo esta nota. Creo que intuyo cómo puede sentirse un niño la primera vez que va a la escuela. Más allá del invierno y de la letra sin pulso de mis primeros cuadernos, los pasillos largos, los libros vividos, yo también he sido alguna vez una muchacha perdida en un torbellino de incertidumbres. Son los amarillos del otoño, se olvidan hasta que la estación se hace inevitable y te presenta en la vida la posibilidad de un cambio. El tiempo nos huye a veces y se nos olvida.
Nos encontramos en un lugar desconocido,nos abruman las incertidumbres de un futuro incierto. Aparecen nuevas normas impuestas que como la arena se mete en los zapatos. Estas nuevas convenciones se alejan de las conocidas, del comfort de mi casa. O de un anterior lugar de trabajo. No sabemos descifrar los nuevos códigos sociales, cómo relacionarnos sin dejar de ser uno mismo.
Preguntándose en secreto si se puede ser uno mismo. Tu identidad se modula conforme al contexto y lloras. Lloras cuando ves aquel pasado donde te veías más cerca de la luz y de la tierra. Del amor conocido y de los silencios descifrables. Una memoria conocida que conoce una nube, cada vez que se acerca al sol o al trigo. Si cierras los ojos no hay quejidos. Un buen día te baten, sin preguntarte casi, vas al colegio. Te creías dueño del mundo. Casi te cuesta reconocerte. Vas a un lugar prácticamente de prestado sin saber qué esperar. Lloras porque no hay nada fuera, tienes que hacer un esfuerzo para crear un imaginario de tus figuras de apego. Saberles cerca, crear un vínculo invisible. ¿Cómo se hace esto? ¿Qué estrategias tenemos para ello? Este proceso me tiene cautiva, puede ser que tenga que ver con cuál es tu lugar y desde dónde has de sentirlo. En el pasado, aquellos días se alejan y quedan en nada. En el futuro, una lata vacía. El presente, una pantalla de televisión con imágenes que pasan tan deprisa que asustan. Lloro unas veces cuando pienso en el ayer, en mis lazos amorosos y mis haceres, aquellos que me dieron identidad. Otras veces no lloro porque poco a poco aparecen unas hadas, unas maestras (maestros) que como una canción que nunca pasa de moda, te arropan. Poco a poco con estos maestros voy dejando mi vida. Poco a poco libero la imaginación hasta ese lugar fortuito en el que estoy ahora. Poco a poco libero mi individualidad para ser parte de un nosotros. Y es entonces cuando entrego todo mi ser a las estrellas.
Gracias a estos maestros que están preparando las clases, las dejan bonitas, con un orden para que todo sea fácil y festivo. Gracias a estos maestros que saben cuando tienen que dar un abrazo y cuando no. Gracias a estos maestros que me ponen un espejo para recordar quién soy.
Junto con otras hadas y hados doy gracias a unas polvorinas Annie, Ana Belén y Marta.