Pero

Publicado el 24 junio 2014 por Carlos López Díaz @Carlodi67
La conjunción más importante del discurso progresista es "pero". Los ejemplos son interminables. Este mismo lunes, el eurodiputado Pablo Iglesias nos ha proporcionado uno arquetípico: "El terrorismo ha causado un enorme dolor en nuestro país, pero... tiene explicaciones políticas."
En abono de su tesis, ha incurrido en un argumento doblemente falaz: que González, Aznar y Zapatero negociaron con ETA. Esto es erróneo, primero porque de los tres expresidentes, el único que no negoció con los terroristas, sino que se limitó a sondearlos, fue Aznar. Y en segundo lugar, porque aunque todos los gobiernos hubieran entablado negociaciones con criminales, eso no demostraría que el crimen es la consecuencia de un conflicto, sino que tal tesis habría calado incluso en líderes democráticos.
Sin embargo, no es mi intención debatir ahora sobre la política antiterrorista de Aznar, ni sobre la situación vasca. Lo que me interesa es la función del pero en el discurso progresista. De forma genérica, el sentido de las palabras citadas del líder ultraizquierdista se podría formular del siguiente modo: "Lamento la violencia, pero esta tiene su causa en un sistema social injusto." También se me ocurren otras variantes, como por ejemplo: "El embrión es un bien jurídico a proteger, pero también existe el derecho de la mujer a decidir su maternidad."
La palabra pero es una conjunción adversativa, es decir, une dos oraciones que son perfectamente inteligibles por separado: "Lamento la violencia" y "La causa de la violencia es un sistema social injusto". La primera es trivial, pues nadie puede no compartirla. La segunda coincide con la justificación de la violencia que esgrimen los propios terroristas, sean etarras, yijadistas o anarquistas. Ellos no se consideran a sí mismos unos delincuentes, sino que actúan con móviles políticos. Y en un sentido subjetivo, esto suele ser cierto. Lo discutible es que tales móviles respondan a una realidad objetiva y no a puros delirios ideológicos ("la opresión del pueblo vasco", "la explotación de los trabajadores", "el imperialismo sionista", etc.).
El motivo por el cual alguien puede desear unir esas dos oraciones, la trivial y la ideológica, es evidente. La primera simplemente trata de dulcificar la segunda, de hacerla más digerible. Se anticipa a la acusación de legitimar la violencia, aunque de hecho es esto mismo lo que se hace al explicarla como una consecuencia del sistema. Este procedimiento no es solamente frecuente: es consustancial a la forma de pensar de izquierdas.
El tipo humano que conocemos como progresista se caracteriza por negarse a considerar las consecuencias de sus propuestas. Si alguien se atreve a señalárselas, se indignará o despreciará tal observación como reaccionaria y malintencionada, trasladando la culpa al mensajero. Para el progresista, sólo valen sus intenciones, y aunque estas sembraran el mundo de cadáveres y de miseria (como así ha ocurrido desde el golpe leninista de 1917 hasta nuestros días), cualquier sugerencia de que quizá las buenas intenciones no nos bastan, será tachada de fascista para arriba.
En la aludida conferencia de Pablo Iglesias, que se desarrolló en el Hotel Ritz de Madrid, una persona del público le preguntó al orador qué opinaba de la represión política en Venezuela, en su condición de asesor (y gran receptor de subvenciones, cabría añadir) del régimen bolivariano. La respuesta del político confirmó punto por punto la radiografía del progresismo que acabo de exponer: Iglesias desdeñó a su interlocutor (que fue expulsado de la sala) y negó tener nada que ver con la represión. Pero por supuesto, no se desmarcó lo más mínimo de la dictadura venezolana.
Las propuestas del progresismo sólo pueden aplicarse plenamente violando los derechos de los individuos: la vida del ser humano en gestación, la propiedad privada, la libertad de expresión, la educación de los hijos según las propias creencias, la libertad religiosa, etc. Pero, para que aquellas ideas ganen influencia y permitan hacerse con el poder, es imperativo encubrir o edulcorar sus consecuencias. Esta es la función retórica del pero, maquillar la contradicción entre estar contra el terrorista y "comprenderlo", o lo que es lo mismo, oscurecer la conexión entre determinadas ideas y sus efectos. El progresista ama la libertad, nos dice, pero está en contra del "neoliberalismo salvaje". El progresista loa la familia (y a fe que no le gana nadie a nepotismo, cuando gobierna), pero no debemos reducirla sólo a su modalidad "tradicional". Y así sucesivamente.
Por supuesto, cuando el progresismo gobierna, las consecuencias acaban siendo difíciles de negar, pero para entonces ya ha conseguido convencer a la mayoría de que no son tan malas, e incluso de que se trata de "conquistas sociales". Así podrá seguir practicando el mismo juego de ir introduciendo sus cambios de mentalidad gradualmente.
Esto se ve perfectamente en la evolución de las concepciones morales de la izquierda. Se empezó defendiendo el concubinato y los métodos anticonceptivos, como si ello no tuviera consecuencias en la infancia y la natalidad... Hoy los homosexuales se pueden casar y adoptar niños en varios países; el aborto es legal en la mayoría, con pocas restricciones; y en Bélgica se acaba de aprobar la eutanasia infantil. Seguramente, si alguien hubiera anticipado estos desarrollos -estas consecuencias- en los años sesenta, habría sido tildado de reaccionario, oscurantista y loco, pese a que ya había minorías que defendían con franqueza tales cosas. Pero el progresismo dirigido al gran público se cuidaba mucho de hacerlo, fiel a su deliberada ceguera para las consecuencias.
En el futuro, estoy convencido de que los que entonces se llamarán progresistas defenderán abiertamente la pedofilia y la crianza colectiva y estatalizada de los niños, como ya lo hacen hoy unos pocos pervertidos. Me temo que se equivoca gravemente quien piense que el consentimiento adulto o la patria potestad son alguna especie de líneas rojas que nadie osará nunca franquear. Si la concepción del sexo como una actividad tan inocua y banal como el rascarse (dadas unas mínimas precauciones higiénicas y anticonceptivas) acaba por hacerse abrumadoramente mayoritaria (como ya casi lo es, gracias a la telebasura y a la charlatanería de psicólogos y otros "expertos"), y si las técnicas de fecundación artificial con óvulos y espermatozoides anónimos (es decir, sin padres y madres biológicos identificables) siguen progresando, sinceramente no le veo mucho porvenir a ninguna línea roja. Al menos, mientras el hábil uso del pero permita seguir traspasándolas.