Reinaldo Iturriza López
En La era del peronismo, Jorge Abelardo Ramos les dedica unas cuantas líneas a esos “virtuosos izquierdistas” que acusaban a los trabajadores organizados de establecer una relación de “dependencia” con el primer gobierno peronista. Escribía: “De ahí que la acusación lanzada por sus enemigos, relativa a la dependencia sindical hacia Perón, parece ridícula. El destino de los sindicatos en la época del imperialismo y en un país atrasado no puede ser otro que caer bajo la influencia del régimen político vigente, en tanto dicho régimen garantice a los trabajadores el «mínimo» de derechos compatibles con su vida económica y con el funcionamiento de los sindicatos”.
Pero Ramos no es sólo el intelectual y político que apela a una buena dosis de realismo (en contraste con los “marxistas abstractos”) para explicar el fenómeno del peronismo. También echa mano de un poderoso arsenal crítico para señalar sus limitaciones: “Era natural que la CGT de la época peronista estuviera íntimamente asociada a un gobierno que era, a su modo, un gobierno de frente único antiimperialista en cuyo seno coexistían intereses de clases diferentes, pero cuya política en favor de los asalariados no tenía precedentes en la historia del país. Que los dirigentes de la CGT, su falta de iniciativa propia, su dependencia de las demostraciones políticas del régimen, sus ofrendas, etc., constituían un mal, nadie podría dudarlo. Pero el principal perjudicado será Perón, a quien el perfume del incienso cotidiano le impidió advertir que una democratización efectiva de la central obrera hubiera defendido mejor las conquistas revolucionarias que el sistema de obediencia de los dirigentes”.
La lección histórica es tan clara que es casi transparente: en primer lugar, si un gobierno garantiza a la población el disfrute de derechos que le fueron conculcados históricamente, ¿por qué debe resultar un misterio su firme apoyo a un gobierno que responde a los intereses populares?
En segundo lugar, y más importante aún, el gobierno, por más popular y revolucionario, debe evitar a toda costa propiciar las condiciones que hagan posible la falta de iniciativa de su base social de apoyo, y toda expresión organizada de esta última está llamada a multiplicarla. No importa si la tachan de “contrarrevolucionaria”.
Quienes tienen esta inclinación por tachar y censurar las iniciativas populares, son los mismos que conciben al pueblo como sujeto de “asistencia”, como “cliente”, como sujeto “carente” al que, por tanto, hay que administrar. Según ellos, nunca hay condiciones para la “democratización efectiva”.
Pero el daño no se lo hacen al pueblo, que tarde o temprano termina perdiéndoles todo respeto. El daño se lo hacen al proceso revolucionario.