No podemos saber qué pensaba el Sargento Stubby, del 102º regimiento de infantería de los Estados Unidos, cuando recibió su bautismo de fuego nada menos que en Chemin des Dames, que en febrero de 1914 no era precisamente el mejor sitio en el que estar. Salió de allí y se convirtió en alguien querido y respetado por sus compañeros. Se había ganado ese respeto después de servir durante 18 meses y haber participado en más de 15 batallas durante la Primera Guerra Mundial.
El segundo de los protagonistas de esta historia también fue un héroe de la misma guerra, aunque sirvió en el ejército francés y se distinguió principalmente en la batalla de Verdún. Se llamaba Satán, un curioso nombre para un soldado que, además, nunca mató a nadie.
Aunque no tan curioso si se tiene en cuenta que Satán, al igual que Stubby, era un perro.
La diferencia, grande, es que sus otros compañeros, engañados o no, participaron por propia voluntad en aquella carnicería, aunque todos desearan luego no haberlo hecho. A ellos los llevaron allí sin preguntarles.
Se acaba de cumplir hace unos meses el centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial, un conflicto que supuso en fin del arma de caballería: ametralladoras y alambre de espino pusieron el broche a siglos de usar el caballo como arma de combate. Pasaron a la retaguardia, a usarse como medio de transporte y carga. En plena batalla, en el frente, los perros resultaron más útiles, sobre todo en labores de mensajería y enlace.
Destacaron por su valor, a prueba de cualquier circunstancia. A ese respecto tal vez podríamos aplicar una de las leyes de Murphy: “si conservas la calma cuando todos pierden la cabeza es que no te enteras de nada”. Mucho mayor, seguramente, que hacia aquellos oficiales que a muchos kilómetros de distancia ordenaban asaltos con mucho desconocimiento del frente y una taza de te en la mano.
Satán
Satán era un cruce de galgo y collie entrenado como mensajero. Menudo, nervioso, rápido y sin miedo a nada, era perfecto para su trabajo. Se distinguió en la batalla de Verdún, una larga, sangrienta y especialmente absurda carnicería que ni Satán ni cualquiera con dos dedos de frente puede llegar a comprender.
Sargento Stubby
Stubby, un Boston Bull Terrier, combatió de manera tan eficiente que recibió varias condecoraciones (entre ellas “el corazón púrpura”) y, aunque no hay pruebas documentales, consiguió ser el único perro ascendido a sargento por méritos en la batalla. Fue reclutado mientras vagaba por la Universidad de Yale. Sinceramente, una putada. O tal vez no, tal vez su vida hubiera sido mucho peor en la paz de los Estados Unidos. El caso es que uno de los soldados que allí estaban de instrucción lo coló de polizón en el barco que lo llevaba a Europa y cuando un oficial lo descubrió aceptó que se quedara como mascota de la 102º de infantería, ya que servía de distracción a la tropa.
Su bautismo de fuego fue en febrero de 1918, en la célebre Chemin des Dames. Un bautizo largo, la verdad, Stubby soportó junto a sus compañeros un mes de bombardeo constante, día y noche. Tiene mucho mérito que con un oído tan fino se acostumbrara tan rápido a las explosiones.
De vuelta al frente se convirtió en un combatiente aún más valioso. Dotado de un extraordinario olfato, aprendió a detectar antes que nadie los ataques con gases, avisando con sus ladridos para dar tiempo a sus compañeros a prepararse. También era experto en localizar a sus compañeros perdidos en tierra de nadie, sin importarle los obuses que cayeran a su alrededor. Se explica también la anécdota de que capturó él solo a un espía alemán, mordiéndolo por la ropa y ladrando para alertar a sus compañeros.
Como agradecimiento a su labor, unas mujeres francesas le cosieron un abrigo donde se fueron colocando las medallas, francesas y estadounidenses, que Stubby iba consiguiendo con sus méritos de guerra.
Acabada su misión lo licenciaron y volvió a su país, donde era una celebridad. Desfiló junto a sus camaradas en los festejos por la victoria y conoció a varios presidentes, siendo condecorado una vez más por el mismo general Pershing. Murió de viejo (con 10 años) en 1926, y sus restos permanecen embalsamados (puñetera manía de no dejar descansar en paz) dentro de la exposición The Price of Freedom: Americans at War, en el museo Smithsonian de Washington.