Noto en mi nuca el aliento de alguien que se nos acerca por detrás. Instintivamente aprieto a la niña contra mí y también el bolso que llevo en el hombro. Es una calle poco transitada a estas horas. Me paro, con disimulo miro de reojo a la vez que me agacho para coger a la niña. Se para también, es un hombre. Empiezo a andar más deprisa con la niña en mis brazos, él lo hace también. Siento que está a punto de alcanzarme. El corazón me bombea como un caballo desbocado. Me salgo de la acera a la calzada que es de doble sentido. Pitidos de coches, gestos poco amables de los conductores para que me quite de ahí. Sigo corriendo. La niña en mis brazos me impide hacerlo con la rapidez que la situación requiere. Tengo que volver a la acera para entrar en la plaza donde vivimos. Ahí oigo sus pasos otra vez. El sentimiento de indefensión me ahoga. El viento del norte me hace castañetear los dientes. Ya sabe que le temo y que me tiene en sus manos. No quiero gritar, no quiero asustar a la niña, pero creo que le estoy haciendo daño al apretarla tan fuerte. Casi está pegado a mí, si me vuelvo de repente, voy a chocar con él. ¡Imposible alcanzar la puerta de casa! Alguien, al que no conozco mucho, viene de frente. Me abalanzo sobre él. Me están siguiendo, le digo.
Los dos vemos cómo se da media vuelta y se aleja un señor fuerte, de unos 50 años, lleva una bolsa vacía de un conocido centro comercial en una mano.