Y perseguí mi sueño a mi manera: Hice promesas y las quebranté, las reiteré y las incumplí de nuevo, las reafirmé y mentí; finalmente, por mí mismo desacreditado, enmudecí y eludí explicación alguna. Rompí los puentes, quemé las naves, desconecté el teléfono, espacié las visitas, inventé el lenguaje de los diferidos, los monosílabos y la intrascendencia en el whatsapp y finalmente el silencio.
Yo seguía teniendo un sueño. El sueño de la libertad pura, de la soledad de la sangre, de la potencia de Dios... Desde mi castillo de marfil, era el soberano de mi vida. Degradé a mis consejeros a la categoría de vasallos. Cambié a mis amigos por siervos, les empujé a la rebelión y me dejaron solo.
Durante mucho tiempo he seguido pensando que perseguía un sueño. Me lo decía a mí mismos: los sueños se conquistan, hay que desprenderse del barro, de las servidumbres de la tierra, del afecto que nos liga a las personas y nos impide volar...
Para lograr mi sueño me desprendí de orientaciones ajenas, de los paternales consejos, del amor filial, del cultivo de la amistad, de la humana disciplina... Me convencí con argumentos sofisticados, me instruí con lecturas libertarias, abracé la doctrina del nihilismo, adoré los ídolos de la anarquía.
Y al final creo que encontré el sueño que buscaba: aquí estoy sobre el colchón disfrutando del cómodo yacer en el lecho sin hacer nada, dejando que se consuman los escasos minutos de la vida, no cediendo a la vil esclavitud de mantenerme en pie... Pero ¿era este mi sueño?