Con frecuencia confundimos los sustantivos CANTIDAD con CALIDAD y los verbos SER con TENER.
Pese a que las crisis económicas son cíclicas y ya en la Biblia se hablaba de siete años de vacas gordas que venían seguidos de siete años de vacas flacas, a estas alturas, los humanos ya deberíamos haber aprendido algo de ellas. Todo lo que sube, en algún momento tendrá que empezar a bajar. Como seres biológicos que somos, nuestros propios cuerpos son los primeros en experimentar esas fases de crecimiento que, irremediablemente, vienen seguidas de fases de descenso en que nuestros órganos internos, nuestra piel, nuestros músculos y nuestros huesos empiezan a perder su vigor. Es ley de vida, tenemos fecha de caducidad, como todo lo que está vivo. ¿Por qué creemos, entonces, que no iban a tener esa misma fecha de caducidad nuestras creaciones, nuestras ideas o nuestras empresas?
Desde el inicio de la era industrial, las empresas han evolucionado muchísimo y se han ido haciendo cada vez más complejas, al tiempo que también se han ido deshumanizando. Los avances en mecánica, electrónica y nuevas tecnologías han hecho que cada vez se necesiten menos operarios para realizar el mismo trabajo. Esto ha provocado que se abaraten los costes de producción y que las empresas puedan competir en mayor número de mercados. El fenómeno de la globalización ha hecho el resto, pero también ha acabado excluyendo del mercado laboral a muchísimas personas que coinciden en unas características que contribuyen a ponerles las cosas demasiado difíciles: mayores de 45 años, escasa formación, actitud muy negativa, fuerte oposición a la idea de cambiar y reciclarse y experiencia laboral reducida o en sectores que en los últimos años se han profesionalizado mucho y requieren personal mucho más cualificado que años atrás.
Si la revolución industrial supuso el éxodo masivo de los campesinos a las grandes ciudades en busca de mejores oportunidades de trabajo, también supuso un cambio radical en su calidad de vida, al confinarse cientos de obreros en espacios muy reducidos durante jornadas maratonianas que les dejaban escaso tiempo para estar con sus familias. A cambio de salarios que dejaban mucho que desear, entraban en las fábricas de noche y salían cuando el sol ya se había vuelto a esconder, tal como ahora les sucede a los obreros que realizan los mismos trabajos en países emergentes. Se pasaban la totalidad de sus jornadas realizando idénticos movimientos infinidad de veces, cual robots que se han fabricado sólo para realizar esa función. Se limitaban a cumplir órdenes de jefes a quienes nunca llegaban a conocer. No les pagaban para pensar, sino únicamente para producir cuanto más mejor y al mìnimo precio. Su única opción era callar y obedecer, porque la necesidad de llevar dinero a casa para mantener a sus familias se les imponía como su única alternativa. Y se conformaban con ella, porque les parecía mucho mejor que la de plantearse volver al campo y vivir al son de las inclemencias del tiempo y de las plagas. A este modo de dirigir empleados se le ha denominado “Dirección por instrucciones”.
En los años 60, emerge una nueva forma de dirigir empresas: la “Dirección por objetivos”. Esta consiste en fomentar la implicación de los empleados en la consecución de diferentes retos, que acabará repercutiendo en sus retribuciones salariales o en futuras promociones. Ahora estos trabajadores tenían algo más de libertad de movimientos y se sentían más motivados en sus respectivos trabajos. Esta nueva forma de gestionar la empresa no erradicó la dirección por instrucciones, sino que pasó a convivir con ella. A día de hoy siguen habiendo empresas cuyos dirigentes siguen limitándose al “ordeno y mando” en el trato con sus empleados y estos empleados, como los de principios del siglo XX, siguen creyéndose sin derecho a proponer ideas que impliquen mejoras y limitándose a cumplir con lo que se les ordena sin cuestionarse nada de lo que hacen. No es difícil adivinar que estos trabajadores, si se quedan sin trabajo, tendrán muchas dificultades para encajar en otro ambiente laboral que les exija implicarse más, trabajar en equipo, arriesgarse a tomar decisiones, tener iniciativa y ser capaces de trabajar con autonomía.
De la dirección por objetivos estamos evolucionando a la “Dirección por Valores”. ¿Y ésta en qué consiste? ¿Qué la diferencia de las anteriores?
En tiempos de crisis no es extraño que nos acordemos de los valores y que intentemos recuperarlos para paliar nuestro malestar en todos los niveles de nuestra existencia: personal, familiar y profesional.
Desde que empezase la crisis actual en 2008, no hemos parado de oír muchísimas quejas dirigidas a la clase política, a los bancos, a los organismos públicos, a las empresas y a todo aquello que a los ojos del pueblo muestre un halo de poder. Entre esas críticas se ha repetido infinidad de veces en las manifestaciones callejeras y por las redes sociales el lema “No es una crisis, es una estafa”. Porque, después de tanto tiempo y tantos recortes en derechos sociales, mucha gente se siente estafada, utilizada por el sistema y luego abandonada a su suerte como si fuese un pañuelo de papel de usar y tirar. Y tienen razón cuando dicen que no es una crisis, porque realmente no lo es. Más bien es un cambio de paradigma que nos ha pillado a todos por sorpresa. Mucha gente se ha hecho mucho más rica gracias al empobrecimiento de la clase media, prácticamente desaparecida ahora mismo, y los pobres son mucho más pobres de lo que ya lo eran hace ocho o nueve años. ¿Todo es culpa de los poderosos? Pues habrá que reconocer que no. Es evidente que ellos saben aprovecharse de las situaciones de debilidad de los otros para crecer más y hacerse más fuertes y también es palmario que saben cómo ponernos los anzuelos adecuados para que caigamos en sus redes como hábiles pescadores que son cuando las aguas del río vienen revueltas. Pero nada de eso nos exculpa de responsabilidad. La burbuja en la que vivíamos tan alegremente a mediados de la primera década del siglo XXI, un día u otro tenía que explotar. Porque no era normal que un asalariado cualquiera se permitiese el mismo o mejor coche que su propio jefe, ni que una empleada de la limpieza cambiase su piso ya pagado por un adosado de unos cuantos millones más. Tampoco era normal que la gente pidiese créditos para ir de vacaciones al Caribe ni que nos permitiésemos el lujo de rechazar ofertas de trabajo por no aceptar trabajar en turno de tarde o los sábados. Ahora nos quejamos de los muchos inmigrantes que tienen un trabajo estable mientras que nosotros, que somos españoles, sólo encontramos trabajos precarios. No queremos reconocer que ellos tienen ese trabajo porque primero lo rechazamos nosotros, en años en que nos creímos superiores y pensamos que España iría bien para siempre.
Hay quien opina que las crisis unen más a las personas y que, gracias a ellas, afloran valores en la sociedad que creíamos abandonados. Uno de ellos es la solidaridad. Cuando la gente tiene mucho no le da importancia y no se acuerda de los que tienen menos. En cambio, cuando tiene dificultades para llegar a fin de mes, es más consciente de lo mal que lo pueden estar pasando sus familiares, sus amigos, sus vecinos. La gente se ayuda y es capaz de lograr verdaderos milagros.
Nos sorprende a veces oír a muchas personas relatar las muchas privaciones que padecieron de niños, pero lo mucho que echan de menos aquellos años por lo unida que estaba entonces su familia y lo felices que eran capaces de ser con tan poco.
Nos preguntábamos antes qué es lo que hace diferente a la Dirección por Valores de las estrategias de dirección por instrucciones o por objetivos. Tal vez lo que la convierte en una estrategia esperanzadora sea que se centra más en el SER que el TENER y en la CALIDAD que en la CANTIDAD. O al menos, ésa es la teoría.
En la práctica, no nos tenemos que engañar: las empresas se crean para ganar dinero, no para perderlo y los empleados, por buenos que sean, no son insustituibles. Cuando no interesan, tenga la empresa la política que tenga y sean cuales sean sus valores pragmáticos, éticos o emocionales, irremediablemente son despedidos y sustituidos por otros que puedan aportarles más rendimiento a menor coste salarial.
En los últimos años se ha puesto muy de moda actualizar periódicamente la imagen corporativa de las empresas, para hacerlas más atractivas a sus clientes potenciales y a sus futuros candidatos a empleados. Y en muchas de esas imágenes corporativas se tratan de incluir los valores de la empresa en cuestión. La mayoría de ellas incluyen grandes palabras como CONFIANZA, TRANSPARENCIA, RESPONSABILIDAD, EFICACIA, RESPETO, COMPROMISO o HUMILDAD. Y muestran a sus propios trabajadores en sus momentos más felices, con grandes sonrisas Profidén y en actitud de comerse el mundo con sus muchas ganas, su ilusión y su pasión. Todo eso está muy bien y transmite confianza y profesionalidad a quienes interactúan diariamente o lo acabarán haciendo en un futuro cercano con la empresa. Pero los verdaderos valores de las empresas no están en sus imágenes corporativas ni en sus lemas. Están en sus empleados, en sus actitudes diarias ante las múltiples situaciones complicadas a las que se ven enfrentados sin contar con una palabra amable de aliento por parte de sus superiores. Lo están también en cada uno de los sacrificios que estos empleados hacen por conseguir los objetivos que les marca la empresa cada día, privándose de poder atender a sus hijos cuando están enfermos o de ir a esperarles al colegio para disfrutar con ellos un rato en el parque. Encontramos esos valores también en la capacidad de reinventarse de esos empleados ante cada dificultad, de poner buena cara cuando igual les apetecería no ver a nadie porque están viviendo un drama familiar o se sienten enfermos, pero saben mantener la entereza, disimular el dolor y transmitir lo mejor de sí mismos a sus compañeros y clientes porque entienden que ellos no tienen que pagar por su mal día.
En el mundo laboral actual, cuando se procede a contratar a cualquier candidato o candidata, se le exigen una serie de requisitos, que podríamos denominar valores, entre los que destacan los siguientes: PROACTIVIDAD, CAPACIDAD DE TRABAJO EN EQUIPO, RESPONSABILIDAD, CONFIDENCIALIDAD, INICIATIVA, EMPATÍA y AUTONOMÍA.
Porque las empresas actuales ya no precisan de personas que imiten el funcionamiento de las máquinas, sino de personas capaces de adelantarse a los problemas y de resolverlos en el menor tiempo posible. Personas que se impliquen, que fluyan con el trabajo que realizan, que aporten ideas, que toleren bien el estrés y sean capaces de canalizarlo de forma que las lleve a ser más flexibles y productivas. Se buscan personas muy formadas académicamente, pero de sus currículums no convencen sus logros académicos sino lo que se puede o no se puede leer entre sus líneas: su potencial, lo que se intuye que esa persona será capaz de hacer en el plazo de un año o de cinco años. Pero muchas de esas personas, tras ser contratadas, acaban desilusionándose al comprender que su buena predisposición, su flexibilidad horaria y su amplia preparación no se corresponden en absoluto con su retribución económica.
¿Podemos hablar de dirección por valores en una empresa que desilusiona de ese modo a nuestros jóvenes mejor preparados? Si de verdad nos importan tanto las PERSONAS y sus VALORES, ¿por qué las valoramos tan poco?
Los que trabajamos en recursos humanos sabemos lo importantes que son las PERSONAS en el desarrollo de las empresas y consideramos que la implantación de la dirección por valores es un gran avance en la mejora de las relaciones entre empleadores y empleados, pero siempre que la estrategia no se reduzca a plasmar una imagen bonita o unas palabras de gran significado en las paredes de nuestras oficinas. No por pregonar a los cuatro vientos que somos los más guapos, va a tener que ser verdad. Hace años el mago catalán Màgic Andreu ya hacía la broma de ponerse medallas a sí mismo diciendo aquello de “Es que sóc bo” (Es que soy bueno).
A los empleados que contratamos tendríamos que agradecerles siempre mirándoles a los ojos el hecho de que hayan elegido la empresa que representamos para trabajar con nosotros. Y cada vez que alguno de ellos decide dejarnos para emprender otro proyecto laboral o, por desgracia, tenemos que finalizar nosotros la relación laboral, deberíamos ser humildes y volverles a agradecer su esfuerzo y dedicación mientras han trabajado con nosotros. Porque sin ellos, nuestra empresa no alcanzaría los objetivos de los que tanto nos gusta enorgullecernos.
Si hay algo que decepciona a un empleado, sean cuales sean las funciones que desempeñe en una empresa, es el hecho de tener delante a su jefe/a o encargado/a y que este otro no recuerde o desconozca su nombre. En la medida de lo posible, un jefe que se jacte de dirigir su empresa por valores, debería conocer a todos y cada uno de sus empleados, sean cuatro o sean dos mil. Porque a veces basta que se rompa una sola pieza de un engranaje para que una máquina deje de funcionar. Un empleado descontento o decepcionado a veces es suficiente para que una empresa deje de inspirarle confianza a demasiada gente.
Los valores se aprenden. A veces tenemos la suerte de gestarlos durante nuestra infancia. Otras, los aprendemos de mayores, a base de afrontar fracasos y de levantarnos tras mil caídas. El caso es que no son algo que se tiene, sino que SE ES. Y, cuando se es responsable, empático, humilde, generoso, proactivo y positivo, podemos lograr que el día a día de cualquier empresa en la que trabajemos, si nuestros compañeros son como nosotros, sea de lo más positivo y que el trabajo fluya por sí solo, sin necesidad de que nadie nos ordene y mande lo que tengamos que hacer. Pero no olvidemos que, si una empresa consigue tener los valores que su lema dice que tiene, no es porque alguien haya decidido que los tenga, sino porque la empresa ES esos valores GRACIAS A LOS VALORES DE SUS EMPLEADOS.
Estrella PisaPsicóloga col. 13749