Una autopista cruza la casa de mis padres que se encuentra sola en medio del desierto. Es un día soleado y hace calor. A lo alto un avión hace extraños giros cuando escucho a mi padre quejarse desde su estudio del ruido del vaivén. Una esfera metálica cae, de no se sabe dónde, produciendo al momento una gran explosión. El avión ya no se escucha, ya no lo hay. Me resguardo bajo una piedra.
Aterrado, sintiendo llegar la fuerza expansiva, trato en vano de arrojar de mi cabeza semillas invisibles al suelo alquitranado, queriendo prolongar mi ser en tierra fértil, cuando escucho la voz de mi hermano que me advierte que no hay nada que hacer, que ahora sí nos ha llegado la hora. Al momento me doy cuenta que de mi gesto sólo queda la voluntad, pues no hallo ya cuerpo, manos ni semillas. Soy una nada que está a punto de difuminarse.
Me despierto, sobresaltado, rondándome el siguiente pensamiento: no hay semillas, no hay raíces, toda pretensión de perpetuidad se queda en eso, en la sola voluntad. David Porcel Noche del 25 de marzo
Esta reflexión va dedicada a Ana Belén, que sí consiguió plantar una semilla en mí.