Pesadilla en la cocina: La croqueta infernal

Por Speedmaster
Dado que en este momento no tengo ganas de cocinar, debido en parte al calor, en parte a mi natural vagancia y en parte a que nadie parece que tenga hoy intención de invitarme a una cervecita bien fría, me he propuesto escribir mi primera entrada en la nueva sección pesadilla en la cocina. Su título: "La croqueta infernal".
En este apartado, inaugurado por el gran MELMAVERICK, se tratarán todas esas experiencias desastrosas, esos incidentes, esos abortos gastronómicos que alguna vez nos han ocurrido, nos ocurren y nos ocurrirán mientras sigamos "jugando" entre fogones.
El infernal amago de receta que hoy nos ocupa fue concebido por mi calenturienta imaginación cierto día en que, dispuesto a cocinar unas deliciosas croquetas de jamón ibérico, se me ocurrió darles un toque innovador sólo atribuíble a un estado de enajenación mental transitoria, residente, o permanente... ¡Vaya usted a saber!
Vamos a ver cómo se engendró esta criatura, procedente del mismísmo averno, paso a paso:
La receta empezó con normalidad. Primero rehogué la mitad del jamón en una mezcla de aceite de oliva y mantequilla, en las proporciones justas y, tras apartarlo, doré la harina en esta misma grasa para eliminar el sabor a "crudo" y transmitirle, de paso, el gustito del jamón...
Le fui añadiendo leche, previamente infusionada con un fantástico ejemplar de hueso de jamón ibérico que daba gloria verlo, poco a poco y removiendo constantemente...
Todo a fuego lento y sin parar de mover, introduje en la masa el jamón, mitad rehogado y mitad en crudo (a mí me gusta así) y un toque de nuez moscada. Y así seguí dando vueltas sin parar durante cerca de una hora hasta que logré la consistencia deseada. Puntito de sal y a dejar enfriar. Quedó sin grumos, cremosa, delicada, perfecta, insuperable, inconmensurable, ¡de 11 sobre 10! Modestia aparte...
Y aquí viene cuando "la matan". Tras dejar enfriar la masa durante todo un día, llegó la hora de dar forma, rebozar y empanar las croquetas. Dispuse tres cuencos con harina, huevo y pan rallado respectivamente. Ahí fue cuando se me encendió "la bombilla"... esa jodida bombilla que a veces nos ilumina y a veces hace que se nos fundan los plomos. En mi caso ocurrió lo segundo.
El caso es que pensé: ¿por qué en lugar de hacer multitud de pequeños bocados no hago un único "megacroquetón" con toda la masa?
La imaginación, que es libre, dibujó esta aberración en forma de una especie de tortilla de patata, pero sin patata ni huevo. Es decir, con su mismo aspecto, pero con un crujiente rebozado y empanado exterior, y un cremoso interior formado por la bechamel. No sé si os hacéis una idea de lo que quiero decir...
Puesto que tenía invitados, pensé que sería una buena idea sorprenderles con una receta original y, en teoría, exquisita. Dos consejos os daré en este momento: 1) los experimentos se hacen con gaseosa, no con jamón ibérico; 2) nunca utilicéis a vuestros invitados como conejillos de indias para vuestras "geniales" ocurrencias...
Como la masa reposaba en un molde circular, del tamaño aproximado de la sartén más grande que tenía, lo vi todo muy fácil. ¡Bendita inocencia...! Extendí un papel de horno antiadherente sobre una mesa, espolvoreé harina tamizada sobre él, distribuyéndola lo mejor posible, y volqué ahí el contenido del molde. De momento, sin problemas. Esparcí después harina sobre la otra cara, dando unos golpecitos con la palma de la mano para que se asentara; y también en los laterales.
Era hora de pasar todo eso por el huevo... Ahí empezaron a surgir las dudas. Pero, ¿para que sirven si no esas maravillosas brochas de cocina? Así pues, vertí huevo batido sobre la parte de arriba del "monstruo" y, con ayuda de la brocha, lo extendí sobre su superficie superior. He de confesar que en ese momento ya se empezó a formar un cierto "barrillo" al que entonces no concedí demasiada importancia. En ese momento sólo había que darle la vuelta y "enhuevar" (con perdón) la parte de abajo.
Por experiencia sé que estas cosas hay que hacerlas con decisión. Así que para darle la vuelta, con las manos, así un borde, así el otro y ¡zas! la masa rota por la mitad. No pasa nada, pensé, esto con el calor se volverá a unir en la sartén. Y para empanar, la misma operación. Resultado: la masa ya estaba dividida en cinco trozos. Empezaba a vislumbrarse un final no muy feliz para el croquetón...
Una gran duda, más alargada que la sombra del famoso ciprés, me asaltaba a la hora de freír "la cosa"... ¿uso poco aceite o, por el contrario, abundante grasa humeante como en una fritura de croqueta tradicional? Opté por la primera fórmula pensando que si no resultaría un conjunto muy aceitoso. Graso (digo, "craso") error. Uno de tantos. Puse dos cucharadas soperas rasas de aceite en el "sartenón" y, con el fuego al máximo, esperé a que humeara. Llegados a este punto, coloqué en el recipiente como pude los trozos del engendro esperando que, por efecto del calor, retomara su entereza original.
Pero no. Os puedo asegurar que los efectos especiales de una de las entregas de la saga "Terminator" no pasan de ser eso: meras ilusiones cinematográficas. La croqueta (o lo que fuese en ese momento) cada vez se agrietaba más. En ese momento empecé a percibir un cierto olor a quemado. ¡Dios mío! ¿Cómo le doy la vuelta a "esto"? Ni corto ni perezoso utilicé el viejo truco de voltearla con un plato. Lo que no tuve en cuenta es que, precisamente debido al calor, la masa (el bechamel) había empezado a descomponerse soltando toda su grasa (aceite y mantequilla) al fondo de la sartén que, como no podía ser de otra forma, estaba abombada y no era totalmente plana como las de ahora. Os podéis imaginar el quemazo que me pegué con el aceite hirviendo al girarla.

Tras un ratito de alivio bajo el chorro de agua fría (esto me suena...) y acordándome, escatológicamente hablando, de todos los santos conocidos, de los desconocidos e incluso de algunos que ni siquiera creo que existan, volví a ver qué es lo que había pasado.
Aquí fue cuando lo vi claro, que ya era hora por cierto. Tal como sucedió con el Titanic, el proyecto estaba predestinado a acabar en catástrofe. Se había convertido en una masa amorfa, grasienta y quemada. Tras acordarme de los padres, las madres y demás familiares de los santos anteriores y de todas las divinidades habidas y por haber (creo que incluso inventé alguna religión nueva) y no contento con el desastre, pensé en cómo arreglar el desaguisado.
No se me ocurrió otra cosa (al parecer tenía el día espesito, espesito...) que deshacerme del exceso de grasa, raspar lo que pude el quemado exterior y meter la batidora a tope de revoluciones. El primer "grumazo" fue en mi pelo y el segundo en un ojo. No había solución posible. Aquello era asqueroso.
El cubo de la basura fue su último destino. Descanse en paz...
Si el chef Gordon Ramsay, inspirador del nombre de esta sección, hubiera estado a mi lado, sin duda me acusaría de haber intentado envenenarle. Y con razón...
Por último, os juro que la ensalada mixta y las latas de mejillones que abrí como alternativa a las croquetas, me supieron a gloria.
Buen provecho y, por favor, no repitan este experimento en sus casas.