Pesadilla en Lituania

Por Zogoibi @pabloacalvino
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(Continuación de El Diablo sobre ruedas)

El miedo estorba la facultad de pensar, analizar una situación y no digamos usar la astucia. Por eso, al ver que el camionero me persigue a muerte, mi reacción instintiva es acelerar y huir; escapar en línea recta –como hacen las gallinas frente al zorro– pese a que en realidad podría burlar a mi perseguidor, incluso reírme de él, precisamente por la ventaja que me otorga mi vehículo sobre el suyo, y el hecho de no tener prisa por llegar a sitio alguno.

Así que me pongo a 120 km/h, velocidad a la que empieza a ser peligroso circular por estas carreteras y que, a la postre, resulta ser insuficiente: el enemigo sigue pisándome los talones, a unos doscientos metros de mí. Nunca habría imaginado que un camión pudiese correr tanto. Quizá este diablo, como el de la película, también lleve un motor preparado. Y, como aquél, éste también me empuja a hacer adelantamientos imprudentes.

Llego a Paluse, un pueblo algo grande donde quizá pueda acudir a la policía; pero ¿cómo encontrarla? Si me demoro en cualquier semáforo o paso de cebra perderé la ventaja que le saco al camión. La poli es una opción sólo si me los topo de casualidad y puedo echarme en sus brazos antes de ser atrapado. Aparte, ni siquiera es una opción infalible: a lo mejor los polis aquí son tan cerriles como los camioneros, y no teniendo yo ni idea de lituano pueden tomarme por loco al tratar de explicarles que un conductor homicida me persigue.

Antes de haber decidido nada, pero sin haber respetado un sólo semáforo o paso de cebra en Paluse, el pueblo queda atrás. Entonces me digo a mí mismo que no puedo continuar así hasta Vilnius; es absurdo. Tengo que darle esquinazo al camionero como sea. Se dice muy fácil, pero por esta carretera no hay una mala desviación, ni un cruce, hasta llegar a la capital; tampoco hay apenas una curva o una loma, una arboleda que corte la visual el tiempo que tardo en esconderme en algún sitio. Así que me pongo a 140 km/h para emezar a ganarle algo de terreno.

Parece que funciona; pero, aun así, sigo viéndolo en el retrovisor. ¿Qué clase de camión lleval? Al cabo, llego a una región de suaves lomas donde la carretera hace alguna que otra curva no muy pronunciada; y tras la última de ellas, aprovechando que he quedado un momento oculto a su vista, encuentro mi oportunidad: un camino sale a la derecha y hay una mancha de arbustos a unos cincuenta metros. Pego un frenazo, me meto por el camino y me paro tras el ralo abrigo que se me ofrece. Me apeo, me agacho y espero, vigilando la carretera. Durante el siguiente medio minuto –que se me hace interminable– no me llega la camisa al cuerpo: si me ha visto y se viene detrás, me habré metido yo mismo en una ratonera.

Con indecible alivio lo veo pasar de largo, embalado, persiguiendo ya sólo al aire.

Me doy cuenta entonces del susto que llevo; las piernas me tiemblan. Y, a medida que me tranquilizo, un nuevo temor va sustituyendo al anterior, según comprendo el error cometido: mientras iba delante del camión, al menos conocía su ubicación y movimientos, pero ahora ya no sé qué va a hacer. Una vez advierta –y no tardará mucho– que lo he “despiestado”, puede detenerse y quedar al acecho en cualquier parte, a la vista u oculto. ¿Cómo voy a reconocerlo? Hay cientos de camiones casi idénticos por estas carreteras; ¿cuál es “el mío”? Cualquiera al borde del camino, en una gasolinera, en un pueblo… Irónicamente, esta idílica carretera solitaria se me ha vuelto una trampa: no habiendo desviación ni ruta alternativa que pueda coger en los cien quilómetros que faltan hasta Vilnius, tengo forzosamente que pasar por todos y cada uno de sus puntos. Es decir, que haré el resto del viaje en un continuo sobresalto; justo lo que trataba de evitar.

Pero no hay más remedio que continuar, y al cabo de media hora en mi escondite me pongo en marcha; eso sí: a paso de tortuga y atento a cualquier camión sospechoso que aviste; es decir, cada dos por tres.

De Daugavpils a Vilnius: la ruta del pánico

Cuando –casi dos horas después– por fin me veo inmerso en el denso tráfico de la ciudad (¿quién iba a decirme que alguna vez diese la bienvenida a un tráfico denso?) y a salvo de la amenaza camioneril, estoy hecho un manojo de nervios… aunque haya llegado físicamente ileso. La pesadilla del Diablo sobre ruedas ha acabado; pero aún la suerte me tiene preparadas otro par de zancadillas hoy.

Aparco a Rosaura cerca de la estación para buscar a pie un hotel por los alrededores; me desembarazo de la indumentaria de lluvia, la guardo en el equipaje y emprendo el callejeo. Apenas me he alejado cien metros cuando empieza a llover de nuevo. Hola, Murphy. Vuélvete Pablo a la moto y ponte otra vez el impermeable.

Lo del alojamiento no ha estado mal; es lo único que sale bien hoy: Hotel Alexa, pequeño y sin pretensiones, tranquilo y barato; bien situado entre la estación y el casco antiguo. La recepcionista, muy agradable, me facilita el acceso al patio interior (me refiero al del hotel) para que pueda meter dentro a Rosaura (me refiero a mi moto). Cuando vuelvo a donde la he dejado aparcada, arrecia la lluvia otra vez. ¿Qué tal, Murphy?

Ya en la habitación (sencilla y acogedora), me desposeo con urgencia de la ropa y me meto un buen rato bajo la ducha caliente, a ver si puedo quitarme de la piel toda la carga emocional del día. Al acabar, cansado y con sueño como vengo, me tumbo un rato para ver si cae una cabezada; pero la propia ansiedad me lo impide. Comprendiendo por fin que el reposo me está hoy vedado, salgo a darme una vuelta por la ciudad para cenar algo y trincarme dos o tres cervezas que me amodorren un poco.

Basta que me aleje del hotel cinco minutos para que se ponga otra vez a llover… pero esta vez de verdad; torrencialmente; como si el mundo fuera a acabarse. No hay cerca ningún soportal donde guarecerme. Por ahí va Murphy, silbando. Aunque he cogido el paraguas, en un periquete tengo empapadas las botas y los pantalones hasta la rodilla.

Elijo al azar, sin conocerlo, un restaurante algo animado y aparentemente cálido, con la esperanza de alegrarme un poco el corazón. Dicen que el humor (el bueno y el malo) es contagioso; a lo mejor es verdad, porque me ha tocado la típica camarera Bloque del Este, hosca y ceñuda, que acaba por desbaratarme la moral. Quizá, a juzgar por mi cara de alma en pena, ella ha opinado algo parecido de mí y hemos entrado en círculo vicioso.

Una hora más tarde vuelvo al hotel, definitivamente derrotado y con ganas de llorar: todas las calamidades del viaje parecen haberse concentrado en este día nefasto.

Epílogo:
No llegué a saber, claro está, cómo fue que el camionero me aguardaba esa mañana en el arcén, ni por qué. Tratando de recordar lo sucedido antes, sólo he podido conjeturar que debió de haberme visto (y fijado como objetivo) mientras me colocaba el impermeable, pasado el tramo de obras inicial. Pero, en fin, ¿quién puede adivinar las motivaciones de un conductor lituano?

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