Fue en Moscú donde encontré, no sin ironía, una nueva categoría hotelera: "hotel con desencanto". Hace unos años no estaban tan extendidas las páginas web de reserva hotelera que permiten saber la opinión de los usuarios. Lo que creímos que sería un hotel aceptable vino a ser casi una cárcel, a las afueras de Moscú, y bastante peligroso en sus alrededores. A ello se añadieron varios días de lluvia y una ciudad bastante dura de recorrer. Algo tan sencillo como intercambiar una sonrisa, la sonrisa que podemos intercambiarnos entre personas desconocidas por cortesía, allí es sinónimo de desconfianza o debilidad y, naturalmente, no es correspondida. Menos mal que poco a poco logramos encontrar pequeños encantos, como la casa de Leon Tolstoi o la ruta de Bulgákov, que nos llevó al Estanque del Patriarca, y casi pude olvidarme de que estábamos en Moscú. Cuando al fin salimos de la ciudad, una noche, en el compartimento de un tren, el "Flecha roja", este hecho supuso para mí una liberación. A pesar de que el recibimiento de nuestro conductor por la mañana no fue precisamente bueno, San Petersburgo mostró ya de principio su lado amable. Aquello era otra ciudad, y allí pudimos pasear más tranquilamente, a pesar de que el tránsito rodado llegaba a ser a menudo insufrible. Llegar, por ejemplo, a la mítica Estación de Finlandia, supuso cruzar por un lugar no muy seguro, y pensé que, con este tráfico, hoy día a Lenin le hubiera sido imposible llegar hasta la ciudad desde su puno de llegada. Los canales de la ciudad, por cierto, me devolvieron sentimentalmente a Ámsterdam y a mis paseos de estudiante Erasmus, y tuve el placer de recordar una ciudad dentro de otra. Pero lo que más me gustó fue la luz de Petersburgo, gracias a la cual pude captar algunas imágenes espectaculares como la que se ve al comenzo. En Petersburgo, además, tomé una decisión transcendental para mi futura vida profesional y la de otra personas cercanas a mí. Allí comenzó a forjarse el proyecto de historiografía de la literatura grecolatina, precisamente una mañana paseando por las salas del Hermitage. Allí dejé enterrado un problema que había llevado desde Madrid. Creo que, vista ahora de manera retrospectiva, esta fotografía refleja alegría combinada con la serenidad del ánimo. FRANCISCO GARCÍA JURADO
Fue en Moscú donde encontré, no sin ironía, una nueva categoría hotelera: "hotel con desencanto". Hace unos años no estaban tan extendidas las páginas web de reserva hotelera que permiten saber la opinión de los usuarios. Lo que creímos que sería un hotel aceptable vino a ser casi una cárcel, a las afueras de Moscú, y bastante peligroso en sus alrededores. A ello se añadieron varios días de lluvia y una ciudad bastante dura de recorrer. Algo tan sencillo como intercambiar una sonrisa, la sonrisa que podemos intercambiarnos entre personas desconocidas por cortesía, allí es sinónimo de desconfianza o debilidad y, naturalmente, no es correspondida. Menos mal que poco a poco logramos encontrar pequeños encantos, como la casa de Leon Tolstoi o la ruta de Bulgákov, que nos llevó al Estanque del Patriarca, y casi pude olvidarme de que estábamos en Moscú. Cuando al fin salimos de la ciudad, una noche, en el compartimento de un tren, el "Flecha roja", este hecho supuso para mí una liberación. A pesar de que el recibimiento de nuestro conductor por la mañana no fue precisamente bueno, San Petersburgo mostró ya de principio su lado amable. Aquello era otra ciudad, y allí pudimos pasear más tranquilamente, a pesar de que el tránsito rodado llegaba a ser a menudo insufrible. Llegar, por ejemplo, a la mítica Estación de Finlandia, supuso cruzar por un lugar no muy seguro, y pensé que, con este tráfico, hoy día a Lenin le hubiera sido imposible llegar hasta la ciudad desde su puno de llegada. Los canales de la ciudad, por cierto, me devolvieron sentimentalmente a Ámsterdam y a mis paseos de estudiante Erasmus, y tuve el placer de recordar una ciudad dentro de otra. Pero lo que más me gustó fue la luz de Petersburgo, gracias a la cual pude captar algunas imágenes espectaculares como la que se ve al comenzo. En Petersburgo, además, tomé una decisión transcendental para mi futura vida profesional y la de otra personas cercanas a mí. Allí comenzó a forjarse el proyecto de historiografía de la literatura grecolatina, precisamente una mañana paseando por las salas del Hermitage. Allí dejé enterrado un problema que había llevado desde Madrid. Creo que, vista ahora de manera retrospectiva, esta fotografía refleja alegría combinada con la serenidad del ánimo. FRANCISCO GARCÍA JURADO