Petróleo y utopías: cuento ecuatoriano de los 70 hasta hoy | Raúl Vallejo

Publicado el 11 junio 2018 por Iván Rodrigo Mendizábal @ivrodrigom

Por Raúl Vallejo

(Publicado originalmente en Kipus. Revista andina de letras (Quito) 4 (II semestre 1995 – I semestre 1996): 15 – 32. Nuevamente publicado por su autor en su blog Raúl Vallejo, escritor ecuatoriano, Quito, s.f.)

Foto tomada de: https://pxhere.com/es/photo/31649

Es que había tantas cosas de qué hablar. Empezando por la misma ciudad, súbitamente modernizada y en la que ya no era posible reconocer las trazas de la aldea que fuera poco tiempo atrás. Ni beatas, ni callejuelas, ni plazoletas adoquinadas. Eran ahora los tiempos de los pasos a desnivel, las avenidas y los edificios de vidrio. Lo otro quedaba atrás, es decir al Sur. Porque la ciudad se estiraba entre las montañas hacia el Norte, como huyendo de sí misma, como huyendo de su propio pasado. Al Sur, la mugre, lo viejo, lo pobre, lo que quería olvidarse. Al Norte, en cambio, toda esa modernidad desopilante cuya alegría singular podía verse en las vitrinas de los almacenes adornados con posters de colores sicodélicos; en esos mismos colores que relampagueaban por la noche en las nuevas discotecas al son de los ritmos desenfrenados de baterías en las melenas y los peinados afro de las chicas y los chicos que saludaban desde las ventanas de sus automóviles con el pulgar levantado, apuntando al cielo, como diciendo “todo va para arriba”, porque en efecto todo iba para arriba, y no solamente los edificios y los negocios de todo tipo, sino además, lo que Santiago llamaba el cúmulo de las “experiencias vitales” de las gentes. “Es el petróleo”, decía Andrés soltando suavemente las palabras y como envolviéndolas en las grandes volutas de humo de sus cigarrillos negros.[1]

En este pasaje de “Ciudad de invierno”, Abdón Ubidia[2] disecciona no solo el contexto económico en el que se inscribe la nueva narrativa ecuatoriana —que es heredera de dos vertientes—:[3] el petróleo como agente de transformación del Estado, como el instrumento que posibilita el advenimiento de la modernidad; sino también la transformación de la gente de la capital que, con un barril de ese petróleo que bordeaba los cuarenta dólares en el mercado internacional y que sirvió para financiar el desarrollo urbano de Quito en los años 70,[4] empezó a formar parte de una cotidianidad que dejó de ser conventual y a mirar la vida de otra manera.

La ciudad que se estaba constituyendo en esos años como una “ciudad nueva” es el espacio donde sus habitantes pasarán a formar parte de un proceso de construcción de un sujeto urbano moderno en el que los absolutos habrán desaparecido y todo su nuevo mundo será construido a partir del “no creer más” en éstos —como si las utopías políticas ya se hubiesen estado desmoronando en la conciencia de esos personajes antes de su debacle real, diez años después—, tal como se expresa el narrador de Ciudad de invierno al referirse a sus amigos y las palabras:

…a quienes miraba en verdad con una distancia crítica cercana al desprecio, sin que supiera exactamente por qué, y sin que “crítica” y “desprecio” fuesen de otra parte las palabras correctas porque ellas, como tantas otras, como la palabra valor o la palabra cobardía, como la palabra bien y la palabra mal, en las que un día creyó y que en cierta forma lo constituyeron, ya no eran a sus oídos sino sonidos huecos, vacíos de toda significación.[5]

Estos habitantes no solo no tienen absolutos en qué creer sino que carecen de sentimientos solidarios: se han convertido en islas que luchan por su propia sobrevivencia y que, por ejemplo, no dudan en “ayudar a bien morir” cuando el resultado final de esa muerte es la recuperación de la propia felicidad en la medida en que la persona que muere es la causa de la desdicha. Así sucede con el personaje femenino de “La piedad”, de Ubidia, que ayuda a su marido alcohólico y débil a pegarse un tiro luego de descubrir en ella que su relación conyugal la está destruyendo de a poco:

Una mañana, sentada frente a la peinadora y con el niño dormido en sus brazos, ella vio con un espanto helado a la mujer desarreglada y triste que la miraba absorta desde el espejo. El pelo revuelto, el rostro amargo untado con descuido de cold-crema, la salida de cama sucia y con un encaje desgarrado […] Curiosamente no tuvo pena por sí misma, sino por la otra, la que solo existía ya como un recuerdo perdido en medio de su memoria confundida y negligente.[6]

Esa ciudad que se transforma genera también individuos que se resisten a ser asimilados por “lo nuevo”. Si en Ubidia la “nueva ciudad” se presenta transformada y transformando a sus habitantes, en Javier Vásconez[7] es presentada desde la resistencia de aquellos que saben que van, fatalmente, a desaparecer junto a la “ciudad vieja”. El ambiente de la aristocracia que contempla sus restos, es explicitado en “Eva, la luna y la ciudad”, donde el Quito que envuelve la historia debe dar paso a la modernidad. Esa imposibilidad de asimilarse a lo nuevo conduce a los personajes a una suerte de nostalgia incurable y un anhelo de permanecer siempre en el pasado sin aceptar la realidad nueva que les toca vivir y despreciando a quienes rinden culto a “lo moderno”:

De Eva no he vuelto a saber nada a partir de aquel día en que pretendí abandonar la ciudad vieja para internarme, sin propósito alguno, en los vericuetos de la nueva […] Fuera de estas paredes, ¿qué ocurre? Una ciudad despiadada, informal, fenicia ha crecido con abundancia. Una ciudad donde ahora se ha refugiado todo el mundo.[8]

En las historias de Vásconez sucede que “en esa ciudad, pequeña y provinciana, las personas suelen tener un aire culpable y rencoroso”.[9] Esta concepción de sus habitantes es una visión entre amarga y desilusionada de lo que es el espacio en donde habitan seres que, al parecer, no tienen futuros esperanzadores, sino rutinas agobiadoras y que parecerían estar viviendo en un spleen sin salida. En “La carta inconclusa” —texto deslumbrante escrito con mucha pasión y profundidad— Vásconez recrea a un personaje del Quito “de antes”, llamado Anita, la torera, y, en esa recreación, concentra la obsesión por retener un pasado lleno de experiencias vitales frente a un futuro lleno —desde esa perspectiva desencantada ante una realidad nueva a la que no se puede detener— de sentimientos fosilizados. Anita es auténtica y pertenece al pasado; en cambio, aquello que pertenece al hoy es concebido o como lo no-auténtico o como lo incierto. Cuando Anita en el apogeo de su “lúcida locura”, condena a una dama de alta sociedad a través de una estación de radio y es obligada a callarse para siempre, el final ha llegado para esa leyenda que ya no admite ser vivida por la modernidad, época que creará sus propios mitos y terrores:

Sus habitantes debieron asistir al derrumbamiento de una leyenda entre dos épocas, entre dos formas de entender el mundo. La una acaba con la condena de una dama, inquebrantable hasta el último momento. Una vida loca y errabunda, destinada a perderse en el vacío. ¿La otra comienza con el oro negro de los alquimistas?[10]

Pero no solamente Quito es literaturizada en su proceso de modernización. Guayaquil, el otro polo de desarrollo del país, que durante los mismos años tiene otro crecimiento que ha estado tergiversado por la tugurización de su centro urbano y la conformación de extensos “cordones de miseria”, se presenta no como la capital con su tendencia a la vida de una burocracia dorada sino como el espacio en donde insurgen las migraciones de los sectores empobrecidos del campo y otras provincias del país, con lo que la ciudad se convierte en un caldero de ebullición de los sectores marginales.

La novela sobre este asunto es El rincón de los justos, de Jorge Velasco Mackenzie,[11] uno de los textos de más sabrosa lectura de la narrativa ecuatoriana de la década de 1980. Guayaquil se expresa a través de un barrio del centro llamado Matavilela que es tugurizado y que será movido hacia las zonas suburbanas, protagonista de ese otro-orden que se enfrenta permanentemente a la convención social de una ciudad que lo está agrediendo siempre, reconociéndolo de manera vergonzante pero, al mismo tiempo, con unas enormes ganas de expulsarlo de sí. Dentro de Matavilela, el salón de bebidas llamado “El rincón de los justos” es el microcosmos en donde se concentran la mayoría de los conflictos humanos del barrio. Esa cantina ya había aparecido en otro cuento de Velasco Mackenzie —”Caballos por el fondo de los ojos”— en donde los personajes básicos de la novela hacen su primera aparición. Se trata de seres marginales —prostitutas, cantineros y borrachos— que viven en una ciudad, Guayaquil, que venera a beatas y cantantes rocoleros y que también está convulsionada por la agitación callejera:

Pero mientras la otra fue Virgen de Dios a los 20, tú fuiste Puta del Diablo a los 17. Al Sebas y a mí no nos importaba que te llamaras Narcisa porque para todos seguiste siendo la Virgen Loca y no la Sufrida del Rincón de los Justos como les decía tu abuela a los policías. Así me lo dijiste cuando fuimos a verla un día que las calles estaban mojadas, y en todo el centro de la ciudad había humo de bombas y correteos de pacos.[12]

Las hablas del desprestigio

Esta literaturización de lo marginal lleva también a una apropiación de esos niveles del habla que, desde el “desprestigio”, están enfrentados a la llamada “lengua del prestigio”. Como una forma de integración de lo marginal a un discurso cultural más amplio, la jerga es incorporada al texto literario y diversas expresiones culturales marginales —el fútbol, Julio Jaramillo, los “barrios bajos”— son integradas a un objeto artístico plural. Algunos de esos elementos son encontrados en “Segundo tiempo”, de Carlos Béjar Portilla,[13] en donde se asume un narrador en segunda persona que está contando, ante un auditorio, un partido de fútbol, del que —por la actitud de ese mismo narrador— nos queda la duda de su veracidad, duda que, por otra parte, contribuye a formarnos la imagen de ese héroe contemporáneo incapaz de conseguir grandes éxitos en el sentido ideológico que la palabra éxito tiene para la ideología del capital, y del que hablaremos más adelante:

Eso mismo le digo. Si a “Cascarita” se le ocurre cruzarla por la izquierda así, en forma total, era seguro que yo la agarraba de chanfle, pero el otro aflojó y tuvo miedo de driblar en la línea del corner y para no perder el cuero prefirió, el menso, tocar los botines del back centro y los hizo refugiarse en el tiro de esquina.

No solo se incorpora la jerga de los barrios bajos, sino también —como en el lenguaje coloquial asumido en “Anónimo”, de Marco Antonio Rodríguez—,[14] la de los jóvenes de clase alta que por sus estilos de vida también son marginales frente a los valores de su propia clase social, como aquella jovencita que escribe una carta a su profesor:

Pero dígame, por muy hombre que usted sea, Daniela le va a correr, a darle el vire, ¿A dónde voy, Pablo Andrés? Dígame ¿A dónde voy, Pablo Andrés? Dígame ¿A dónde voy?… Por favor. ¿Sabe? Quizá decida las Europas. Artes tal vez. No sé. Ahora voy a una fiestecita y el fin de semana es super tupido. Creo que es posible amistarnos. Podría decirme si eso ocurre, ¿a dónde voy con todo esto…? ¿A dónde?

Héroes sin triunfos

Así es como decimos que el personaje del nuevo cuento ya no es más el héroe triunfante clásico. Surge la figura del antihéroe, ese personaje común, de todos los días que nunca consigue triunfar totalmente a pesar de sus luchas. En este punto, por ejemplo, mucho hay de antecedente en la narrativa de Pablo Palacio, básicamente en la ironía de cuentos como “El cuento”, o “Señora”. Esto permite dejar a un lado el maniqueísmo y, por lo tanto, acercar los personajes a una identidad más humana. Es entonces cuando aparece la noción del marginal, es decir, de aquel que, por algún motivo, social o sicológico, no tiene acceso a los cánones victoriosos del sistema, del que está al margen, afuera. Es, por ejemplo, el payaso traicionado por su mujer en “Ellos que antes se miraban en el agua, ahora no se reconocen en el espejo”, de Iván Egüez[15] que reflexiona así:

Mientras él rondaba la pista, yo he admitido que en el amor no hay culpables sino hacedores y he dicho que, si bien el amor se posa donde uno menos lo piensa, se queda donde más lo calientan.

O también, el protagonista aterrado de “Reconstituciones del caos”, de Francisco Proaño Arandi[16] que trata de huir vanamente de sus recuerdos:

Yo corría, pero también las paredes se deslizaban, crecía el agua, insectos fantasmales abatían mis ojos. Crucé ante la mirada desorbitada de Freddy. Podía ver, a mis espaldas, la ciudad cambiante, gelatinosa, horriblemente próxima, despierta en un pavoroso bramido, en un aullido que semejaba venía de lejos, pero que estaba allí, allí mismo, una sirena aguda, ululante, los perfiles siniestros de las cosas como fieras reconstituidas del caos, detrás de mí dislocadas figuras, Freddy, la vieja, voces similares a grietas o fauces en la noche llameante, el vértigo, la percepción de una soledad más amplia, más sólida, una sinuosidad telúrica desde los muros, el miedo, la descomposición, el dedo oscuro del espanto.

Y también es el personaje desconcertado por lo insólito y el azar que, a partir de armar algunos fragmentos del mundo y su acontecer, va construyendo una teoría acerca de la invención y la verdad, como el narrador de “De mujeres, lo insólito y cómo puede morir una gaviota”, de Miguel Donoso Pareja,[17] quien en Todo lo que inventamos es cierto se ubica en la asunción de la narrativa desde una perspectiva actual y en la que propone, deliberadamente, la apropiación de todo texto como parte de un gran texto que es la obra literaria; donde lo experimental y la crítica de las conductas éticas se amalgaman. Una narrativa que, en un sentido de permanente enfrentamiento de la verdad literaria con la verdad de la vida, empieza a plantear una visión novedosa y experimental, desde nuevas formulaciones basadas en una visión de la realidad como fragmentos que se sostienen unos con otros, de la escritura narrativa:

A yo le pasan siempre cosas raras. Por ejemplo, llega a Toronto, Canadá, y se encuentra con que han arrestado a un jugador de béisbol por matar una gaviota. Según los diarios, las cosas estaban así: “Un abogado de Ontario le pedirá a un juez que desestime la acusación de crueldad contra los animales que pesa contra el jugador de los Yanquis de Nueva York, Davie Winfield, por habar matado a una gaviota durante el juego de anoche en esta ciudad” (Toronto, of course)…

Yo no se enteró del desenlace, pero recordó, eso sí, cuando en Guayaquil le hicieron la autopsia a un caimán creyendo que era el cadáver de un náufrago…

Todo lo anterior tiene un solo objetivo: hacer saber al mundo que yo cree en el azar.

Evidencia de la dificultad

En este sentido ya no se trata de una “literatura comprometida” con una causa política como se podía entender el “compromiso” en la década de 1960, sino de una literatura que se plantea asumir como objeto una realidad vista desde una perspectiva mucho más compleja[18], en donde “la dificultad estética” suele plantearse como el primer dilema a la hora de la escritura. El tema de la dificultad replantea el hacer literario como un hacer que empieza a convertirse en un hacer profesional, vaciado, hasta cierto punto, de las preferencias políticas del autor. Este reconocimiento de la dificultad logra ser literaturizado por cuanto existe una conciencia del acto creativo y del sentido que tiene la literatura como ficción en su proceso de constitución de un mundo autónomo que re-crea la “realidad real”. Así es como en la década de 1980, la mayoría de una nueva hornada de escritores y escritoras asume su trabajo a partir de los Talleres Literarios —desarrollados en el país por Miguel Donoso Pareja al regreso de su largo exilio en México (1964-1982)— preocupados sobre todo por el desafío de la creación partiendo de la disección del texto y alejados de discusiones ideológicas no pertinentes al acto de la escritura de ficción.

Autores y autoras saben que están conformando un mundo con sus propias leyes y literaturizan ya no solo el proceso subjetivo del acto creativo —como en el cuento “La gillette”, de Ubidia[19], sino que, además, ponen en evidencian la estructura de lo creado, como en “Luisa Paijós”, de Gilda Holst:[20]

Mi personaje se llama Luisa Paijós, y si bien es cierto que conozco a una persona con ese nombre no quiere decir que sea ella. Sin embargo, quisiera que se le parezca, quisiera robar una particularidad extraordinaria de ella sin que se diera cuenta, sin que siquiera lo sospeche. A esta dificultad (sin sospechas), añádase la particularidad misma: su tono de voz, o talvez debería decir, sus infinitas tonalidades. ¿Cómo captar y luego transmitir a ustedes lo anterior? Admitirán conmigo que es difícil.

Estrategias narrativas

Esto conlleva también la posibilidad de formular, dentro del lenguaje de la narración, elementos líricos, como en el caso del comienzo de “Las vendas”, de Raúl Pérez Torres[21]:

Yo no sé Juanita por qué gladiadores caminos, por qué vastas soledades, por qué encabellados entuertos, por qué laberintos de múltiple pobreza vinimos a dar a esta noche de espanto, a este espantajo de noche, donde te fuiste sacando las vendas ante el ojo perplejo y destartalado de una ventana de hotel y ante el patajo furor de este corazón que ya no suena.[22]

O, en el del comienzo de “En el lago”, de Iván Egüez:

Ahora que estás así dormida como una muñeca, es decir sin cerrar los ojos del todo y sin rizarte las pestañas, respirando muerta para que yo no te vea desmaquillada, sin una brisa ni un pájaro pensamiento que te vuele, me he acordado del lago y su transparencia sin fondo, de la pareja que fuimos a sus orillas y del silencio que nos rodeó como una membrana helada, por ajena.

La preocupación por el lenguaje implica también una profundización de los sentidos del texto. El narrador ha dejado de ser esa voz que todo lo sabía sobre los pensamientos y acciones de sus personajes. En el nuevo cuento, por lo general, el narrador no conoce más allá de lo que el lector sabe. La duda es el reconocimiento de la finitud no solo del héroe, del que ya hablamos, sino de la imposibilidad de abarcar el todo a partir de la mirada del propio narrador. Un claro ejemplo de esto lo tenemos en “Un cuarto lleno de luciérnagas”, de Carlos Carrión[23]:

Sería la una serían las dos serían las tres, qué horas serían Dios mío, pero eran siglos allí estirada y solita en esa terrible oscuridad, trabajando horrorosa y conjuntamente con semejante dolor, una cosa que ya no le cabía en el cuerpo y sin tener siquiera el consuelo de poder gritar.

O, también, en “Desimaginaciones”, de Francisco Proaño Arandi:

¿Existió Iriarte? ¿Existe, o es sólo una invención de Evelio, tu primo? ¿Una incursión del sueño en lo real? Hemos pedido a Evelio que no diga cómo es Iriarte, pero no logra fijar los rasgos, le parece —nos dice— que su cara es de esas que uno en cuanto vuelves la espalda, como si una niebla abrupta cayese sobre ellas.

Las técnicas narrativas utilizadas recurren al lenguaje cinematográfico, al cambio de perspectiva en la narración, al tratamiento libre del tiempo y del espacio de lo narrado. Este cambio de perspectiva nos quiere mostrar la complejidad de un mundo que ya no es visto más como una contradicción en blanco y negro, ni siquiera como una expresión de lo cartesiano. Jorge Dávila Vázquez[24] utiliza el cambio de perspectiva de la narración; por ejemplo, en “El sobrino”, para lograr mayor espesor en la historia y evitar opiniones maniqueas:

Las grandes cacatúas bullaban y bullaban cuando él intentó cazar una libélula azul y zumbadora, entrada por quién sabe qué resquicio y venida de algún jardín remoto de aguas estancadas.

(Educamos al chico, hicimos lo que pudimos por el Ricardito, nadie nos podrá reprochar nunca nada, nada, estamos educando al niño, lo cuidamos, verdad que sí Concha)

Viernes, llega el Villegas, toma el café a las cuatro, conversan, las tres guacamayas verde-chillón ruidean y ruidean…

En un plano todavía más experimental y no exento de humor, cosa, en términos generales, rara en la literatura ecuatoriana, está la propuesta narrativa de Huilo Ruales[25] en “el evangelio según san-yo II: lovstori”, texto que, por su brevísima extensión, transcribo completo:

levántate lázaro. lázaro inerte. una dos cinco veces: lázaro levántate. solamente cuando un viscoso epíteto resbala en su oreja de parafina lázaro con una mueca infantil empieza a moverse. desde la penumbra de la cocina, anaflor prosigue con su consabido vituperio: faltaban pocos minutos para las nueve de la mañana, era la última vez que lo resucitaba.

Irrupción de la mujer

La ciudad que se ha modernizado, ha generado también una visión en movimiento del personaje femenino que aparece —sobre todo en los textos de los escritores de más edad— con la siguiente tipificación señalada por Carlos Carrión: “satisfactoria de necesidades elementales, carencia de libertad, falta de ensoñación o ensoñación miserable, adecuación a las circunstancias, destrucción de su personalidad síquico o física”. Aunque Carrión señala estas características para un personaje de un cuento en particular (“Micaela”, de Pérez Torres), es posible admitirlas como constante. Por ejemplo, la chiquilla pobre, arribista, soñadora, repleta de lugares comunes, que oculta su verdadera condición, en “Gabriel Garboso”, de Iván Egüez:

Y ella: tengo diecinueve años, estudio Bussines Administration en la Universidad, sueño con conocer Acapulco y Miami, mi mayor ambición: graduarme y tener una empresa propia. Vivo sola, mis papis están en Europa.

O, la provinciana hipócrita en “Perla”, de Jorge Dávila Vázquez, que prefiere vivir en las apariencias antes que en la verdad:

[…] yo sé que si nos volvemos a encontrar en un tecito de esos con mantelito blanco y pristiñitos y pan hecho por la dueña de la casita vieja consabida, del santo empolvado y el patio y el perro y la mata de ruda y el gato y las conversaciones plagadas de mentiras y los muchas gracias los ay qué rico, y las macetas con el geranio fuccia y las exageraciones, te has de hacer la que no me has visto y cuando me ponga delante me has de decir: “Hola licenciado, ¿cómo está? Hace tiempos que no le veo, ¿Cómo va su mamacita, ya se mejoró del reumatismo? y su hermana Conchita ya dio a luz y su cuñado el senador Palacios, todavía esperando el pobre que se acabe la dictadura y y y …” Y yo te juro por Dios, que te mando a la mierda.

Esta visión se modifica en los y las escritores/as de menor edad, para quienes la mujer empieza a asumir la historia desde su propio punto de vista, y los personajes mujeres deben hablar desde sus propias aspiraciones vitales. Otra vez, la irrupción de lo marginal, en este caso desde la perspectiva del género, está presente como parte de la problematización de lo moderno. Como señala Cecilia Ansaldo: “Ya en el ámbito de lo conyugal [se refiere al cuento “Los borradores de Adriana Piel”], Raúl Vallejo[26] le saca un gran partido al testimonio dual: hombre y mujer levantan sus voces para reconstruir la caída del matrimonio. Prima la visión de la mujer, en un tránsito interesante de la realidad a la ficción (hay un texto literario dentro del texto)”. En el diálogo final del cuento, el hombre que ha venido contando la historia toma conciencia de que no es quien escribe la historia sino que solo es un personaje—pretexto de la mujer quien es en realidad la dueña de los “borradores”:

C: O sea, yo quedo como un pobre pendejo.

AP: Quedamos como lo que somos…

C: Me has arrojado de mi propia historia.

AP: Solo has sido un pretexto para que yo pudiera escribir la nuestra.

C: Ahora la lúcida eres tú.

AP: Ustedes jamás entenderán nada. Si una es sumisa la vuelven sirvienta, si una es libre la llaman puta.

C: Éramos felices, Adriana; no lo niegues.

AP: Claro que sí. Pero tú querías tu libertad solo. Yo quería ser libre contigo.

C: Me has utilizado.

AP: Tú me utilizaste para tu felicidad. Estos borradores son mi soberbia, mi manera de decirte que nuestra historia de amor no tuvo final feliz. Recuérdalo siempre: cuando una mujer piensa puede ocurrir que un traje negro, con pequeñas hombreras, escote asimétrico acentuado con un lazo blanco para disimular unas tetas grandes, sea solo un pretexto.

Profundizando aún más en esta línea, un grupo de escritoras de las últimas hornadas, a pesar de tener un solo libro publicado hasta la fecha[27] y de que su narrativa todavía no se configura con propuestas estéticas y éticas de aliento profundo, han irrumpido en la nueva narrativa para darnos una visión de la mujer desde la mujer y problematizar dicha cuestión desde una perspectiva novedosa: ya no el “objeto amado”, sino el “sujeto que ama”, ya no el objeto del que se habla, sino el sujeto que habla no solo desde su punto de vista sino desde su propio tono de voz. La cosificación y el entrampamiento de la mujer en su rutina de trabajo que un día, vieja ya, se ve arrojada de su propia existencia como un ramo de rosas marchitas, contada, a través de una historia con un particular manejo del tiempo de lo narrado, en “Rosas rojas para mi secretaria”, de Livina Santos:[28]

Bueno, yo primero estaba por la liberación femenina, por la igualdad de derechos y todo eso… Pero después vino el trabajo y me comenzaron a tratar como a una dama… Me daba cuenta de que cedía, que aceptaba las cosas, pero también me daba pereza profundizar en el asunto… Sin embargo, un día me quedé fría. Nos habían regalado un ramo de rosas para el día de las secretarias y nos reunieron a su alrededor para tomarnos una foto… Como a los diez días de llegado el ramo vino el chico de la limpieza y sin ninguna consideración lo cogió, lo echó en un tacho y se lo llevó. Sentí deseos de caerle encima, de arañarlo y de exigirle más respeto, pero el tipo salió tan rápido como entró y no supe qué hacer en ese mismo instante, porque a los cinco minutos yo ya me había decidido. Nadie objetó lo de mi jubilación, pero tuve que quedarme quince días más enseñándole el trabajo a una florecita linda, fresquita, a quien seguramente, a estas alturas, se le estarán cayendo sus primeros pétalos.

El enfrentamiento a la permanente seducción o al acoso sexual masculino —tema este último que es inédito en nuestra literatura—, por parte de una mujer es problematizado a través de una conversación conceptual sobre el “problema de la mujer”, en la que ella, cuando el hombre —aparentemente liberal— le hace la propuesta de “ir a la cama”, le responde “que no” y él queda al descubierto en su falsía, en “Palabreo” de Gilda Holst, que al estar narrado en una segunda persona masculina destinataria acentúa la arremetida irónica y despiadada contra el machismo:

Le expusiste con seriedad toda la problemática femenina latinoamericana para ayudarle a tomar conciencia. Entre cigarrillo y café y un perdón por tropezar con su rodilla… le decías que la lucha de la mujer burguesa casi siempre se concretaba en la relación de los sexos… Y como repetías un tanto angustiado que los resultados de la encuesta Hite no podían aplicarse en Latinoamérica te respondió que tal vez tuvieras razón, y bajaste tu mano por su brazo, cogiste su mano con ternura y te molestó un poquito que se comiera las uñas… le dijiste quita esa cara mujer y te decidiste con voz muy ronca y muy baja a preguntarle si quería ir a la cama contigo; cuando ella contestó que no, tú, te sorprendiste.

La búsqueda de la propia libertad por parte de la mujer es un tópico que la escritoras están desarrollando; incorporando esa marginalidad que durante una época perteneció de manera casi exclusiva a los personajes populares como Julio Jaramillo. Un ejemplo de esto lo podemos leer en la historia de la mujer que recorre la ciudad en “De calles y maquetas”, de Marcela Vintimilla.[29]

Una visión de la infancia

No se ha tratado con frecuencia la visión infantil acerca del mundo en la nueva narrativa, aunque encontramos un fresco ejemplo en dos cuentarios: El día de las puertas cerradas, de Oswaldo Encalada Vásquez,[30] situado en la simplicidad de la vida rural de niños y niñas que perciben a su manera el juego, la leyenda, el descubrimiento del mundo adulto, y Siempre se mira al cielo, de Eliécer Cárdenas,[31] donde se trata de una infancia que se recupera con nostalgia, que se ha vivido con sufrimiento, que guarda en sí la magia de la inocencia, del deslumbramiento. Ese destello que aparece en la vida del narrador de “La puñalada dulce” cuando se abraza por primera vez con su tío Antonio, el extraño:

Que debía cantar bonito y tocar guitarra por lo menos tan bien como papá, pensé mientras duraba el abrazo de ese extraño que era mi tío Antonio; el perdido, el viajero, el que salió mala cabeza, el hombre que robó todas las aventuras que estaban a la familia deparadas. Tal vez por eso papá era tan triste, tan fríamente sedentario.

La compleja sexualidad

Como consecuencia del conflicto permanente en que se encuentran los personajes, la sexualidad es tratada como parte del complejo esquema de relaciones y vivencias de los seres humanos. No hay temor ni mojigatería en presentar lo que tiene que ver con la sexualidad de manera explícita. Pero no es una sexualidad que se vislumbra en la fiesta, sino en el sufrimiento; es como si los seres que acceden a la ciudad moderna no supieran qué hacer con esa libertad sexual que de pronto tienen entre sus manos, es como si el descubrimiento de los cuerpos de los seres que no pertenecen a nadie solo causara dolor.

En “Un delfín y la luna”, de Marco Antonio Rodríguez, la escena sexual que presentamos como ejemplo, lleva en sí una crítica social a una forma de ver la sexualidad:

Entonces, mediante un semi carpado tuve en mis manos a Matilde. La sorprendí con un abrazo a lo Brutus y la besé frenético en la mata de pelo hecho casi una sopa, mientras ella no se esforzaba mayormente por zafarse de mis musculosos brazos y el rudo aunque natural fregoteo. Así estábamos, cuando el momento menos pensado me vine, figurando ridiculeces entre el abuelo y Hortensia, sin siquiera haber desenvainado mi sota de bastos —construcción vernácula de mi abuelo que hizo furor entre los latinos de allá— (Tengo propensión a terminar seminalmente rápido. El Doctor Shermann aducía a corrientes profundas de vitalismo heredado). Producido el espasmo aflojé a Matilde que a paso ligero, no corrió, se alejó de mí riéndose de modo contenido pero naturalmente irónico.

Aminta Buenaño[32] explora desde otra orilla la sexualidad y nos presenta a mujeres que descubren el lenguaje de la piel, asumiendo su propio deseo, desde una conciencia femenina que impugna la visión masculina de lo sexual. Un ejemplo de cómo se está incursionando en ese nuevo tópico es esa primera persona, desde la cual la voz narrativa femenina asume el placer y la frustración de una relación adúltera con un hombre más joven:

Puedes estar seguro que en mi memoria tu imagen nunca librará la batalla de los años; ni se apagarán, cuando los vientos corran, tus sueños; nada despojará tu juvenil esencia. Todo está en su lugar, querido mío. Todo igual y cierto. Indescriptiblemente hermoso y lleno de misterios, como una fugaz aventura que sembró en mí aquel extraño signo de la vida…

La cuestión homosexual es abordada con crudeza por Javier Vásconez en “Angelote, amor mío”, a partir de la muerte de un homosexual, famoso en los altos círculos sociales de la capital, que es recordado por su amante:

De golpe apareces tú, Ángel violador, tú que nunca lograste penetrar en los recovecos de la miseria, ya que siempre hubo un amorcillo hambriento, un querubín desolado que te flagelará, que tu pene porfiado entrara, que empujara con furia tu ojo vital, tu estrella de anís en tu ano lunar, tu rosa de los vientos con los aromas de pedos, tu brújula pidiendo, exigiendo, clamando a gritos por una torre mayor en los atrios de los conventos, en los baños públicos, en los zaguanes húmedos del centro, en los parques, en las escribanías, en esos hoteluchos que sin duda frecuentabas portando el bastón, sombrero y bufanda de seda blanca para resguardarte de las miradas indiscretas.

Según el criterio de Jorge Dávila Vázquez, el protagonista de “Los paseos alucinados del profesor Reina”, cuento de Raúl Vallejo “sobre la homosexualidad y la decadencia, es un ser terrible en medio de su bajeza disfrazada de soledad, esteticismo y devoción; una especie de demonio corruptor que contamina lo que toca, pero el narrador-personaje lo trata de un modo hondamente comprensivo que refleja la actitud general del autor frente a la condición humana, tan atormentada y abismal a veces”.[33]

Esta presencia de la homosexualidad y de personajes homosexuales que buscan su propia conciencia es también producto de una modernidad que, al mismo tiempo que desarrolla prácticas más libres, crea los mecanismos para la censura y la marginación de aquello que haga ruido en un modelo económico liberal que requiere de una ideología ultra conservadora y a ratos fundamentalista para sus prácticas éticas. La nueva ciudad alberga como parte de los marginales a esos seres que la pueblan de escándalos, ubicándose en la mitad de una conciencia que nace y otra que muere.

Utopías y sabores distintos

En los últimos años una nueva vertiente está abriéndose espacio. Se trata de textos que introducen el elemento fantástico, que evidencian los elementos absurdos de la vida cotidiana hasta convertirlos en partes de una realidad-otra que, narrada desde esa esfera no-real del mundo, nos permiten una mirada profunda, paradójicamente, sobre la realidad concreta que en el relato se nos volvió distinta y distante. La utopía arriba a la narrativa, entonces, como una manera de expresar las múltiples posibilidades de lo moderno.

Un libro pionero de esta propuesta es Divertinventos (libro de fantasías y utopías), de Abdón Ubidia: una fábrica de verdades que tiene que alterar el tiempo y el espacio para complacer a sus clientes, relojes que marcan el tiempo al revés de tal forma que el dueño ve como se acerca la hora de su muerte, espejos que perpetúan ese instante prohibido de cada uno, ciudades diminutas con seres humanos diminutos, seguros contra robos de automóviles que destruyen sin piedad a los ladrones, libros comestibles, etc. En él, Ubidia, abrió un camino y retomó un ámbito más para la libertad de escritura, y también hizo evidente que los espacios para las grandes problematizaciones parecen cerrados de momento, y entonces las narraciones breves y leves nos pueden ser propicias para reinventar un mundo caracterizado por la fragmentación.

Jorge Dávila Vázquez también ha transitado con éxito por este camino en su libro Cuentos breves y fantásticos: mundos inventados con sus propios habitantes, ciudades, mitos, dioses y héroes; una zoología fantástica; la recreación de los antiguos mitos griegos, una visión nueva sobre las realidades de siempre que nos deja un sabor extraño, en el sentido de haber visitado otra esfera de la realidad después de su lectura, etc. Algunos de los textos de Liliana Miraglia[34] en La vida que parece (“Una carta para Ivonne”, “El infierno”, o “La venta del solar”) también están sumergidos en atmósferas que rompen la lógica de la realidad cotidiana. Y, si queremos buscar antecedentes, dentro del período los podemos encontrar en las anticipaciones de Carlos Béjar Portilla.

Al parecer, la percepción de la ciudad moderna nos ha permitido desbordar las ideas viejas que sobre la realidad real hemos tenido hasta hoy. Estamos paladeando nuevas constituciones de esa modernidad que, finalmente, desarticuló al sujeto imbuido en prácticas de respuesta inmediata a los problemas del mundo. La narrativa ecuatoriana de los setenta a nuestros días da cuenta de un proceso en donde la modernidad fundada por el aparecimiento explosivo del petróleo ha dado paso al fragmentarismo de fin de siglo, donde los sujetos marginales se están reacomodando permanentemente, luchando por ver y ser vistos, y en donde utopías, también fragmentarias, empiezan a ser construidas con timidez.


[1] Abdón Ubidia, “Ciudad de invierno”, en Bajo el mismo extraño cielo, Bogotá, Círculo de Lectores, 1978, pp. 64 – 65.

[2] Abdón Ubidia, (Quito, 1944): Bajo el mismo extraño cielo (cuentos, 1979); Sueño de lobos (novela, 1986); Divertinventos (cuentos, 1989).

[3] La llamada Generación del 30 irrumpió en la vida literaria del país a partir del cuento. El libro Los que se van, colección de cuentos (1930), de Enrique Gil Gilbert (1912-1973), Demetrio Aguilera Malta (1909-1981), y Joaquín Gallegos Lara (1911-1947), es una suerte de manifiesto del realismo social en nuestro país y ha generado, durante décadas, toda clase de textos epigonales. A estos nombres habría que añadir el de José de la Cuadra (1903-1940) quien con Los Sangurimas estructura una vertiente estética de largo aliento. La aparición en 1927 de Un hombre muerto a puntapiés, de Pablo Palacio (1906-1947), marcará la otra vertiente de la narrativa ecuatoriana en lo que va del siglo, más ligada al movimiento vanguardista, cuyo empate se dio, de manera general que no generalizada, en los narradores de la década de 1970. Existe, sin embargo, la polémica acerca de la naturaleza de la narrativa de Palacio, pues mientras unos lo ubican como un escritor con una propuesta estética que configura una forma adelantada de algunas de las características de la narrativa actual, otros lo sitúan como parte tardía del vanguardismo latinoamericano; polémica que, en este trabajo, únicamente me interesa situar. En la una posición está Miguel Donoso Pareja, quien seleccionó y prologó para la serie «Valoración múltiple», la Recopilación de textos sobre Pablo Palacio (La Habana, Casa de las Américas, 1987); en la otra posición está Agustín Cueva, en el artículo «Collage tardío de L’affaire’ Palacio», en Literatura y conciencia histórica en América Latina (Quito, Planeta, 1993).

[4] Podemos decir que la década de 1970 empieza con el fin del quinto velasquismo y el ascenso de los militares al poder, en 1972, dispuestos a fortalecer un Estado que de pronto se vio rico con el aparecimiento del petróleo. En esta dirección, la caída de Velasco Ibarra no es solamente el fin de un caudillo sino también el final de un tipo de Estado débil económicamente, así como el ascenso de Rodríguez Lara no es únicamente el advenimiento de un nuevo dictador sino el nacimiento de un Estado que, por primera vez, es más poderoso que los grupos económicamente fuertes del país. Los cambios sufridos en distintas esferas de la vida social a raíz del «boom» petrolero podrían ser sintetizados así: se inició un proceso de industrialización que, si bien es cierto, no nos convirtió en un país industrializado, sí no abrió las puertas al consumismo; los sectores medios «ascendieron» y pudieron adquirir sin dificultad casa, carro y electrodomésticos; aquel ascenso implicó también una demanda de artículos culturales»; las ciudades grandes como Quito y Guayaquil se modernizaron; los medios de comunicación, sobre todo la televisión, empezaron a mostrar un mundo antes nunca visto; las costumbres se liberalizaron y se ejerció, desde entonces, una mayor libertad sexual.

[5] Abdón Ubidia, op. cit., p. 116.

[6] Abdón Ubidia, “La piedad”, en op. cit., pp. 51-52.

[7] Javier Vásconez, (Quito, 1946): Ciudada lejana (cuentos, 1982); El hombre de la mirada oblicua (cuentos, 1989); “Café concert” (un cuento, 1994); El secreto (novela corta, 1995).

[8] Javier Vásconez, “Eva, la luna y la ciudad”, en Ciudad lejana, Quito, El Conejo, 1982, p. 123.

[9] Javier Vásconez, “La carta inconclusa”, en El hombre de la mirada oblicua, Quito, Ediciones Libri Mundi, 1989, p. 51.

[10] Idem, p. 65.

[11] Jorge Velasco Mackenzie, (Guayaquil, 1949): Aeropuerto (cuentos, 1974); De vuelta al paraíso (cuentos, 1975); Como gato en tempestad (cuentos, 1977); Raymundo y la creación del mundo (cuentos, 1979); Algunos tambores que suenan así (poesía, 1981); En esta casa de enfermos (teatro, 1981); El rincón de los justos (novela, 1986); Tambores para una canción perdida (novela, 1986); Músicos y amaneceres (cuentos, 1983); Clown y otros cuentos (cuentos, 1988); El ladrón de levita (novela corta, 1990); Desde una oscura vigilia (cuentos, 1992).

[12] Jorge Velasco Mackenzie, “Caballo por el fondo de los ojos”, en Raymundo y la creación del mundo, Babahoyo, Departamento de Letras de la Universidad Técnica de Babahoyo, 1979.

[13] Carlos Béjar Portilla, (Ambato, 1938): Simón, el mago (cuentos, 1970); Osa mayor (cuentos, 1970); Samballah (cuentos, 1971); Tribu sí (novela, 1981); Puerto de luna (cuentos, 1986); La rosa de Singapur (novela corta, 1990).

[14] Marco Antonio Rodríguez, (Quito, 1941): Rostros de la actual poesía ecuatoriana (ensayo, 1962); Benjamín Carrión y Miguel Angel Zambrano (ensayo, 1967); Isaac J. Barrera, el hombre y su obra (ensayo, 1970); Cuentos del rincón (cuentos, 1972); Historia de un intruso (cuentos, 1976); Un delfín y la luna (cuentos, 1985); Jaula (cuentos, 1991).

[15] Iván Egüez, (Quito, 1944): Calibre catapulta (poesía, 1969); La arena pública y Loquera es lo-que-era (poesía, 1972); Buscavida Rifamuerte (poesía, 1975); La Linares (novela premio “Aurelio Espinosa Pólit, 1975); El triple salto (cuentos, 1981); Pájara la memoria (novela, 1984); El poder del gran señor (novela, 1985); Poemar (poesía, 1987); Anima pávora (cuentos, 1989); El olvidador (poesía, 1992); Historias leves (cuentos, 1994).

[16] Francisco Proaño Arandi, (Quito, 1944): Poesías (1961); Historia de disecadores (cuentos, 1972); Antiguas caras en el espejo (novela, 1984); Oposición a la magia (cuentos, 1986); La doblez (cuentos, 1987); El otro lado de las cosas (novela, 1993).

[17] Miguel Donoso Pareja, (Guayaquil, 1931): Los invencibles (poesía, 1961); Krelko (cuentos, 1962); El hombre que mataba a sus hijos (cuentos, 1968); Henry Black (novela, 1969); Día tras día (novela, 1976); Nunca más el mar (novela, 1981); Lo mismo que el olvido (cuentos, 1986); Todo lo que inventamos es cierto (novela, 1990); Hoy empiezo a acordarme (novela, 1995).

[18] Los escritores que en el Ecuador de los años 60 tuvieron una militancia política radical, modificaron su perspectiva y cambiaron, hacia los 70, la militancia política por una “militancia cultural” que privilegiaba el sentido libre de la creación artística. La década del 70, una vez delimitada la relación entre arte y política, superada la etapa del parricidio, produce una nueva actitud frente al hecho literario: desplazados por el ascenso del movimiento de masas en la escena política —ya el escritor no es el que guía la redención del pueblo—, por la especialización de las ciencias sociales —ya el escritor no tiene por qué actuar como sociólogo, historiador o antropólogo—, y por la derrota de los movimientos guerrilleros —ya el escritor no tiene que optar entre el fusil y la máquina de escribir—, parte de la intelectualidad tzántzica modificará su punto de vista. El primer número de la revista La bufanda del sol, aparecido en enero de 1972, es revelador de este cambio; a propósito de la revista, la nota editorial dice: “…tendrá carácter demostrativo de lo más alto que en creación se esté dando en el sector joven, optando por establecer una apertura de amplio sentido crítico y teórico que permita el ascenso hacia la problematización más general e incida en el forjamiento de una nueva cultura”

[19] “El hombre está sentado frente a la máquina de escribir. Observa casi con desdén el teclado, los resortes y láminas de acero, aquel inextricable mecanismo que se deja ver entre el tejido de las barras de los tipos […] Tiene algo dentro del pecho que le impide trabajar […] Sus ideas no se ordenan en su cabeza y él no hace mucho por ordenarlas. Y es como una angustia postergada, algo como un fracaso para más tarde, lo que lo retiene allí, dudando entre levantarse del asiento y largarse para cualquier parte o de una vez, empezar a llenar con desgano en verdad, la blanca página que tiene ante sí”.

[20] Gilda Holst, (Guayaquil 1952): Más sin nombre que nunca (cuentos, 1988), y Turba de signos (1994).

[21] Raúl Pérez Torres, (Quito, 1941): Da llevando (cuentos, 1970); Manual para mover las fichas (cuentos, 1973); Micaela y otros cuentos (cuentos, 1976, Premio Nacional de Cuento Universidad Central del Ecuador); Musiquero joven, musiquero viejo (cuentos, 1977, Premio Nacional de Cuento “José de la Cuadra”); Ana la pelota humana (cuentos, 1978); En la noche y en la niebla (cuentos, 1980, Premio Casa de las Américas); Teoría del desencanto (novela, 1985); Un saco de alacranes (cuentos, 1989); Poemas para tocarte (poesía, 1994) Solo cenizas hallarás (un cuento, 1995, Premio Juan Rulfo y Premio Julio Cortázar).

[22] Raúl Pérez Torres, Ana la pelota humana, Bogotá, Círculo de Lectores, 1978, p.157.

[23] Carlos Carrión, (Malacatos, 1944): Porque me da la gana (cuentos, 1969); La mano izquierda y la derecha enamoradas (poesía, 1972); Los potros desnudos (cuentos, 1979); Ella sigue moviendo las caderas (cuentos, 1979); El más hermoso animal nocturno (cuentos, 1982, premio “José de la Cuadra”); Una muchacha a solas con el viento (cuentos, 1985); El deseo que lleva tu nombre (novela, 1990)

orge Dávila Vázquez, (Cuenca, 1947): El caudillo anochece (teatro, 1968); Nueva canción de Eurídice y Orfeo (poesía, 1975); María Joaquina en la vida y en la muerte (novela, 1976, premio “Aurelio Espinosa Pólit); El círculo vicioso (cuentos, 1977); Los tiempos del olvido (cuentos 1977); Este mundo es el camino (cuentos, 1980); Con gusto a muerte (teatro, 1981); Cuentos de cualquier día (cuentos, 1983); Las criaturas de la noche (cuentos, 1985); De rumores y sombras (tres novelas cortas, 1991); Cuentos leves y fantásticos (cuentos, 1994); Acerca de los Ángeles (cuentos, 1995)

[24] Jorge Dávila Vázquez, (Cuenca, 1947): El caudillo anochece (teatro, 1968); Nueva canción de Eurídice y Orfeo (poesía, 1975); María Joaquina en la vida y en la muerte (novela, 1976, premio “Aurelio Espinosa Pólit); El círculo vicioso (cuentos, 1977); Los tiempos del olvido (cuentos 1977); Este mundo es el camino (cuentos, 1980); Con gusto a muerte (teatro, 1981); Cuentos de cualquier día (cuentos, 1983); Las criaturas de la noche (cuentos, 1985); De rumores y sombras (tres novelas cortas, 1991); Cuentos leves y fantásticos (cuentos, 1994); Acerca de los Ángeles (cuentos, 1995)Huilo Ruales, (Ibarra, 1947): Y todo este rollo a mi también me jode (cuentos, 1984); Nuaycielo comuel dekito (cuentos, 1985); Loca para loca la loca (cuentos para despeinarse la cara) (cuentos, 1989); Fetiche y fantoche (cuentos, 1994, premio “Aurelio Espinosa Pólit”).

[25] Huilo Ruales, (Ibarra, 1947): Y todo este rollo a mi también me jode (cuentos, 1984); Nuaycielo comuel dekito (cuentos, 1985); Loca para loca la loca (cuentos para despeinarse la cara) (cuentos, 1989); Fetiche y fantoche (cuentos, 1994, premio “Aurelio Espinosa Pólit”).

Raúl Vallejo, (Manta, 1959): Cuento a cuento cuento (cuentos, 1976); Daguerrotipo (cuentos, 1978); Máscaras para un concierto (cuentos, 1986); Solo de palabras (cuentos, 1988); Fiesta de solitarios (cuentos, 1992).

[26] Raúl Vallejo, (Manta, 1959): Cuento a cuento cuento (cuentos, 1976); Daguerrotipo (cuentos, 1978); Máscaras para un concierto (cuentos, 1986); Solo de palabras (cuentos, 1988); Fiesta de solitarios (cuentos, 1992).

[27] Diciembre de 1994. Excepto Aminta Buenaño, quien ha publicado dos libros.

[28] Livina Santos, (Guayaquil, 1959): Una noche frente al espejo (cuentos, 1988).

[29] También hay que considerar el trabajo de Liliana Miraglia y María Eugenia Paz y Miño.

[30] Oswaldo Encalada Vázquez, (Cuenca, 1955): Los juegos tardíos (cuentos, 1980); La muerte por agua (cuentos, 1980); El día de las puertas cerradas (cuentos, 1988).

[31] Eliécer Cárdenas, (Cañar, 1950): Hoy, el general (cuentos, 1971); El ejercicio (cuento, 1971); Juego de mártires (novela, 1976); Polvo y ceniza (novela, 1979); El silencio profundo (novela, 1979); Háblanos Bolívar (novela, 1983); Las humanas certezas (novela, 1986); Morir en Vilcabamba (teatro, 1987); Siempre se mira al cielo (cuentos, 1988); Los diamantes y los hombres de provecho (novela, 1989); Diario de un idólatra (1990); Que te perdone el viento (novela, 1991).

[32] Aminta Buenaño, (Santa Lucía, 1958): La mansión de los sueños (cuentos, 1985); Un fulgor en la oscuridad (cuentos).

[33] Jorge Dávila Vázquez, “Fiesta de solitarios, libro de Raúl Vallejo”, en Libroteca #11 (agosto-setiembre de 1992), p. 8.

[34] Liliana Miraglia (Guayaquil, 1950); La vida que parece (cuentos, 1989).