Como despedida, es obligado terminar este mes tan especial revisando una novela que, si bien no se encuentra entre lo más granado de su obra, resultó crucial para la popularidad posterior de Dick. No a causa de sus virtudes literarias, sino por ser la base de la que partió Blade Runner, una película que en su estreno pasó casi desapercibida, pero a la que el paso del tiempo ha barnizado con una pátina de inmortalidad. Tanto es así, que de un tiempo a esta parte resulta prácticamente imposible encontrar esta novela con su verdadero título, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, usualmente desplazado por el de la versión cinematográfica. Con esta reseña, que alude a ambos órdenes, el cinematográfico y el literario, se cierra el ciclo que este blog ha dedicado a Philip K. Dick a lo largo del mes de noviembre.
Aunque he presentado el ejemplo local para que fuera más significativo, este fenómeno referencial no es exclusivamente español, sino planetario. Y no sólo abarca la literatura, sino que ha marcado a otros medios como el del cómic, y obviamente aún más, a los que exigen una pantalla para su disfrute. La película dirigida por Ridley Scott se cuenta, sin duda, entre las más influyentes de los últimos 25 años. La fascinación que produce ha marcado no sólo a la generación que la vio nacer, sino a todas las posteriores. Sin embargo, esa fascinación no ha motivado a la mayoría de prosélitos para acudir directamente a la fuente, a leer la novela de la que Blade Runner procede. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, a pesar de haber sido adaptada reciéntemente al cómic, y tal como señalan con pesar los guionistas que han escrito los textos prologales de sus capítulos, escritores de la talla de Warren Ellis o Ed Brubaker, sigue siendo una novela desconocida. Una auténtica lástima, pues se trata de una oportunidad única para conocer de primera mano en qué consiste, en general, el proceso de la adaptación cinematográfica.
El futuro. La falta de recursos naturales en la Tierra ha obligado al hombre a colonizar otros planetas, y para trabajar bajo sus duras condiciones ha creado réplicas de humanos conocidas como andrillos. Rick Deckard es un cazador de bonificaciones que caza réplicas de hombres que han huido de las colonias para vivir como verdaderos humanos. Una tarea que se complicará cuando tenga que dar caza a una nueva generación de andrillos, los Nexus 6, lo que le hará comenzar a dudar de su propia humanidad.
La película original (la previa a las adulteraciones a las que posteriormente la sometería su director) ahonda en el concepto de mortalidad desde la metáfora. Utiliza la condición humana de su protagonista como punto de contraste con el que comparar el lamento existencial de los androides. La breve duración de los Nexus, su tragedia vital, se enfrenta al personaje especular que es Deckard, obligando al espectador a mirarse en un espejo que le invita a reflexionar sobre su propia condición mortal. De la misma forma, las preguntas que el androide Batty le hace a su creador son las mismas que se hacen los seres humanos. O al menos los creyentes que, en la misma línea que el Nexus 6, se muestren menos sumisos: ¿por qué crear a un ser condenado a una vida tan corta? ¿Por qué esa crueldad? Para los no creyentes, en su condición de creadores directos de otras vidas, la pregunta es aún más incómoda.
La novela, sin embargo, toca ese tema de refilón. La caducidad de los andrillos es la misma, cuatro años, pero casi no hay referencias a ella. No es ese el tema principal, sino la empatía como elemento diferenciador. Lo que la obra literaria plantea es una cuestión de índole algo distinta: ¿qué nos hace humanos? Hay un momento del libro en el que Deckard, un cazador de bonificaciones cuyo trabajo consiste en sacar de la circulación a los androides, se pregunta si no será él también un andrillo. Le preocupa la relación empática que a raíz de acostarse con una de ellos ha empezado a sentir por los Nexus. En definitiva, que empiece a considerarlos humanos le hace preguntarse si no será uno de ellos, pero a la vez, sus sentimientos hacia ellos son precisamente los que le afirman como humano, pues los androides no tienen capacidad empática.
La Tierra de la novela, al contrario que sucede en la película, está casi despoblada. El polvo radiactivo dejado por la Guerra Terminal ha provocado que la mayoría de la gente haya huído a las colonias, y que los pocos que quedan apenas salgan a la calle. Algunos viven en los suburbios, en edificios vacíos. Los animales, que en la película sólo están presentes simbólicamente, tienen un gran peso en la trama. Tener uno es un signo de distinción, que aumenta si el animal es de verdad, no artificial. Curiosamente, todo en ese mundo parece ser eso, artificial. El Amigo Buster, locutor de moda es, seguramente, un androide. Mercer, el nuevo mesías de esa sociedad, no es más que un truco rodado en un estudio. O quizás sea eso lo que intenta hacer creer el locutor, precisamente para desligar a los humanos de su religión empática.
Todo en la novela remarca la capacidad emocional del ser humano como hecho distintivo. El Penfield, un órgano de ánimos programable, permite al usuario cambiar su estado por otro distinto. El humor de Dick, presente en todas sus obras, se deja notar en la denominación de programas como "deseos de ver la televisión, no importa lo que haya" o "reconocimiento satisfactorio de la sabiduría superior del marido en todos los temas". Y en la proliferación del kippel, esos desechos diarios, generalmente inorgánicos, que invaden nuestras casas y se reproducen por sí mismos hasta llenarlo todo.
También la religión está centralizada en el potencial de la emoción. El mercerismo está basado en la historia de un individuo pretendidamente especial, Wilbur Mercer, quien, se asegura (en una historia que podría ser tan falsa como la del Nuevo Testamento), tenía ya en su infancia la capacidad de resucitar a los animales muertos. Tras su sacrificio y resurrección, vive en una realidad virtual a la que se accede mediante una caja negra de empatía. Los humanos se enganchan a ellas para intercambiar su estado emocional con los demás en una suerte de catarsis global a la que acceden mediante la representación del ascenso entre pedradas a una montaña, un presunto episodio del pasado de Mercer. Deckard la experimentará en última instancia sin necesidad de hacer uso de la máquina.
Ese final es consecuente con gran parte de la producción de Dick. Si uno trata de atar todos los cabos, epifanía final incluida, le va a ser difícil hacerlo con éxito, sobre todo en lo concerniente a Mercer. Los últimos pasajes parecen esconder una
En el aspecto negativo cabe señalar que la novela adolece de una pequeña disfunción estructural. La aparición a mitad de libro de una subtrama alterna insospechada rompe el ritmo de lectura. La visita de Deckard a una comisaría de existencia improbable significa un giro inesperado en la trama que estira demasiado la suspensión de incredulidad. Por otro lado, el tema de fondo, los personajes y el mundo descrito gozan de un atractivo singular. Puede que esta obra no se cuente entre las mejores de Dick, pero como ocurre con tantas otras de su bibliografía, presenta suficientes puntos de interés como para considerar su lectura más que notable. Por lo fenoménico y por sus valores literarios. Y por su actualidad. El trasfondo de la historia cobra una gran significación en estos tiempos que corren, tan dados a la incomprensión y el nihilismo. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? no es sólo el libro en el que se basó Blade Runner, es mucho más que eso.