Pichulita Vargas Llosa o el Nobel para un castrado

Publicado el 08 octubre 2010 por Mgm

Una breve ojeada a la historia del Nobel revela que es un premio frecuentemente marcado por el sinsentido, por la estulticia y la más burda manipulación. En un recordado artículo, Oscar Collazos demostraba que la lista de los grandes escritores que murieron sin haberlo recibido, reviste una dignidad que no acompaña a la de los triunfadores.
No volveré a hablar de Marcel Proust ni Nabokov, de Joyce o Ezra Pound. Prometo que nada diré de Graham Greene o Robert Musil. Nada de Virginia Wolf y Herman Broch, de Marguerite Yourcenar o Robert Graves, que se murió en Deià, Mallorca, soportando el estigma de ser el poeta vivo más “importante” en lengua inglesa. Cada uno, por separado, y nosotros, en amorfa masa de admiradores, sabemos que es más fácil sobrellevar la injusticia que soportar el equívoco del éxito, sobre todo cuando éste está legitimado por la dudosa unanimidad de un gran Premio.
Sería preferible hablar de Joao Guimaraes Rosa, de Juan Rulfo y Alejo Carpentier, de José Lezama Lima y Juan Carlos Onetti, ya que es prácticamente imposible pensar que los suecos anteriores a 1959 conocieran la obra inmensa de Alfonso Reyes, como sí es probable que, de paso, hubieran leído traducciones de César Vallejo y Vicente Huidobro
.”
Así evaluaba Collazos al inicio de su artículo “La importancia de no seguir esperando” el agridulce tema del Nobel, y nosotros podríamos agregar otras precisiones. Por ejemplo, la que tiene que ver con el hecho de que la Academia Sueca se resiste a reconocer al genio joven y díscolo, prefiriendo en la mayoría de las veces al capo cuya obra es unánimemente reconocida, al gurú incuestionable del boom, pero que en el fondo ya no hace más que sacarse las pulgas del chaleco y repetir, en altisonante cantilena su receta, la que reconoce la claque y espera con avidez la última reencarnación del lector hembra. También distingue a los suecos su tendencia inveterada a premiar la corrección política, la filiación acertada y el más visceral oportunismo, en otras palabras, destaca su predilección por aquellos que saben vivir sin quebrar un plato, aquellos que se afilian a los clubes de prestigio y gozan de las ventajas de pertenecer al International Pen.
Ayer la Academia Sueca actuó en consonancia con sus parámetros, con sus filias y sus fobias, al premiar a un Vargas Llosa en pleno declive intelectual, un escritor cuyas tres últimas novelas están muy lejos de la brillantez alcanzada con La casa verde, La ciudad y los perros o Conversación en la catedral. El autor al que premian, de hecho, ya no se reconoce, ya es imposible identificarlo, con esas obras cuyo signo común es la denuncia penetrante de los vicios de un sistema atroz a través de una narrativa atrevida, cuya estructura de vasos comunicantes era el vehículo perfecto para cuestionar la realidad latinoamericana individualizada en personajes como el Jaguar, el Poeta, Lituma, La Selvática, Zavalita, Ambrosio o Cayo Mierda.
Y si nos remitimos a sus ensayos, la realidad es aún más triste, porque pese a la insistencia de Vargas Llosa por reivindicar una supuesta filiación democrática, en el fondo es incapaz de esconder su vocación fascistoide, que resulta imposible de ocultar cuando se leen sus lamentables “reflexiones” alabando el bombardeo inmisericorde y la invasión a Irak, o sus empalagosos y a veces tartamudeantes elogios a Bush y a la Thatcher, que se revela como senil objeto de deseo para este miraflorino con ínfulas de gentleman.
Pero el tema del declive no acaba aquí, porque viene acompañado con una veleidosa tendencia, que ya había sido advertida en la Historia personal del boom, de José Donoso, en cuya página 175 podemos leer: “Mario Super Star”, el vedetismo como acción política. No sé si se siente atraído por el poder en sí. Me parece más probable que sea una actitud deportiva, casi estética por sus dimensiones...”. Y el vedetismo encontró su expresión natural, pero también a su némesis en 1990.
Pero antes de continuar es necesario regresar al año de 1967, cuando Vargas Llosa publica uno de sus textos más íntimos: Los cachorros. Los estudiosos coinciden al señalar que en esta nouvelle conviven elementos realistas y simbólicos, inmersos en una narración sencilla, casi un bildungsroman colectivo cuyo argumento discurre “a través de la adolescencia y la juventud, los problemas de adaptación, la sociedad fiera que castiga al que no sigue sus reglas o cumple sus requisitos...). La novela muestra la falta de adaptación propiciada por algo insalvable, la castración física. Esta castración puede simbolizar esa falta de machismo en el personaje (Pichula Cuéllar), rasgo que caracteriza esta sociedad retratada. Cuéllar, sin embargo, nunca rechaza este machismo, si no que intenta adaptarse a él, aun sabiendo que no puede”.
Y es que su protagonista, Pichula Cuéllar, ha sido castrado por un perro, Judas, en una escena llena de violencia: "Ahí, encogido, losetas blancas, azulejos y chorritos de agua, temblando, oyó los ladridos de Judas, el llanto de Cuéllar, sus gritos, y oyó aullidos, saltos, choques, resbalones y después sólo ladridos, y un montón de tiempo después el vozarrón del Hermano Lucio, las lisuras de Leoncio, los carambas, Dios mío, fueras, sapes, largo largo, la desesperación de los Hermanos, su terrible susto."
Y el narrador añade: "Por ese tiempo, no mucho después del accidente, comenzaron a decirle Pichulita". Las desgracias para Cuéllar continúan hasta culminar con un desenlace anunciado: su muerte: "Entonces Pichula Cuéllar volvió a las andadas. Qué bárbaro, decía Lalo, ¿corrió olas en Semana Santa? Y Chingolo: olas no, olones de cinco metros, hermano, así de grandes”..."Cuéllar ya se había ido a la montaña, a Tingo María, a sembrar café." "... y ya había vuelto a Miraflores, más loco que nunca, y ya se había matado, yendo al norte, ¿cómo?, en un choque, ¿dónde?, en las traicioneras curvas de Pasamayo, pobre, decíamos en el entierro, cuánto sufrió qué vida tuvo, pero este final es un hecho que se lo buscó."
Castración y muerte, nada más, nada menos. Y la sociedad, o sea los amigos de Pichulita, prosiguen normalmente con sus vidas hasta que su castración, desgracias y muerte quedan en el más sordo de los olvidos. Cuántos de los temores de Vargas Llosa, cuántos de sus demonios interiores, fuente confesa de su inspiración, anidan en este relato, una narración reveladora en la medida que podría explicar su actitud ante los sucesos de 1990, que marcan su alejamiento (¿castración?) de la vida política y su rechazo visceral ante toda forma de reconocimiento a la soberanía popular, una actitud de despecho ante el rechazo que tuvo su candidatura a presidente, manifestada por el 62% de la masa electoral que se volcó a favor de un cuasi desconocido Alberto Fujimori, quien lo derrotó por un amplio margen de 24 puntos (Vargas Llosa obtuvo un 38%) en la segunda ronda realizada el 10 de junio de 1990.
Ese 10 de junio de 1990, Vargas Llosa sufrió la misma suerte que el atormentado protagonista de Los cachorros, ese día el pueblo peruano, ese ente al que en más de una ocasión ha tildado de masa amorfa e ignorante, prefirió a un oscuro inmigrante japonés antes que a su gloria literaria nacional, y ese mismo día Vargas Llosa se metamorfoseó en un Pichulita castrado y rencoroso, incapaz de comprender tal afrenta.
El rencor se acumuló con los años y se convirtió en una carga pesada que Vargas Llosa se empeñaba en exorcizar a través de pírricas victorias, como al nacionalizarse español en 1993; de celebraciones chuscas, como en 2002, cuando se apresuró a celebrar lo que consideraba la salida de Chávez del poder tras la intentona golpista de Carmona y la derecha venezolana; o erigiéndose en entusiasmado primate, como en agosto de 2009, cuando se declaró a favor del golpe de estado en Honduras, en una entrevista que los medios de la oligarquía han repetido hasta el asco este 7 de octubre con ocasión del Nobel.
Pero hay un dejo inconfundible de tristeza en cada una de sus acciones, que se tornan un pálido calco de las hazañas con que Pichula Cuéllar intentaba ocultar su miserable condición de eunuco, aquel navega olas y corre en su auto a temerarias velocidades, mientras su creador pugna por acumular premios y honores. Pero en el fondo ambos están conscientes de sus elementales carencias: a uno Judas le comió sus genitales, mientras que al otro, el pueblo peruano le restregó en la cara su atávico desprecio, truncando para siempre su vedetismo más íntimo. A partir de ahora, Pichula Vargas Llosa vagará por el mundo con un talego repleto de dólares, la barriga llena, la conciencia sucia y el Nobel bajo el brazo, con la secreta esperanza de que un buen día por fin deje de escuchar los amenazantes ladridos de Judas, que le persiguen desde aquella noche triste del 10 de junio de 1990.