Así que yo, en su lugar, leería. Aunque se le quiten a una las ganas de salir de excursión, leería.
Se inicia esta historia con la descripción de un locus amoenus en el estival febrero australiano. Es el Día de San Valentín de 1900 y las encopetadas señoritas del internado Appleyard se disponen a realizar una excursión que las llevará, en principio, hasta el pie mismo de Hanging Rock; sólo en principio. La naturaleza australiana poco tiene que ver, en realidad, con la placidez insinuada en las primeras líneas y no puede domeñarse como los arriates de un jardín inglés. Es salvaje, agresiva y violenta y no entiende de corsés, miriñaques y níveos guantes. De hecho, la volcánica montaña se traga a tres de las adolescentes y a una de sus profesoras en circunstancias más que extrañas y lo que hubiera podido ser el relato pacífico y agradable de un día de campo se torna más pronto que tarde en una desasosegante distopía digna del mismísimo William Golding de El señor de las moscas. Joan Lindsay se muestra, eso sí, capaz no sólo de la violencia más cruda y extrema –no por anunciado y previsible deja el final de la historia de sacudir al lector- sino también de tratar con afecto a algunos de sus personajes, en un juego de justicia y retribución del que algunos consiguen salir milagrosamente indemnes.