Ayer, una lectora que está escribiendo una investigación sobre El Vampiro (1957) de Fernando Méndez (1908-1966), me pidió alguna información sobre la cinta y sobre el director. Recordé que hace más de tres lustros -"¡cómo pacha el tiempo, Cheñor Don Chimón!"- escribí un largo texto, publicado en dos partes en Reforma, sobre Fernando Méndez. Según mis cuentas, fue publicado a inicios de octubre de 1996. Aquí va, pues, el texto en cuestión, con cambios mínimos a como fue publicado originalmente.
VEGA, Alfaro de la, Eduardo. Fernando Méndez (1908-1966),
Universidad de Guadalajara, 1995. Foto de Portada
El 17 de octubre se cumplirán 30 años de la muerte de Fernando Méndez, sin duda uno de los más apreciables artesanos que haya trabajado en el cine nacional y acaso el creador fílmico mejor dotado para el cine de acción en los años 40 y 50. A diferencia de sus contemporáneos, Méndez no buscaba escribir su nombre en letras de oro en la historia del cine mexicano. No tenía ambiciones de autor serio (como Julio Bracho), no veía en el cine un vehículo de adiestramiento ideológico y patriotero (como Emilio Fernández), no se amparaba en las adaptaciones teatrales/literarias para justificar la calidad de una película (como Juan Bustillo Oro), no tenía ambiciones desmesuradas ni era presa de la megalomanía (como Ismael Rodríguez). Limpia, segura, sin adornos estilísticos superfluos, la obra fílmica de Fernando Méndez es el mejor ejemplo de un cine industrial de alto nivel, un cine artesanalmente bien hecho dirigido al gran público mexicano de la época, un cine pensado para hacer reír, para provocar terror, para emocionar, sin complejo de culpa alguno. En resumen, un cine seguro de sí mismo que aun hoy en día es paradigma de lo que es una historia bien contada.
El precusor de Lola la Trailera
Director de 38 largometrajes, un mediometraje y un serial (tal vez el único que realmente merece llevar este nombre en la historia del cine mexicano), Méndez es sobre todo reconocido nacional e internacionalmente por El Vampiro (1957), aquella célebre cinta de horror que adaptó con fidelidad y cuidado memorables el mito del Conde Drácula al México rural. No obstante, Méndez también es responsable del argumento de uno de los primeros antecedentes del cine fronterizo tan en boga en los ochenta -Contrabando (1931), dirigida por su primo Alberto Méndez Bernal-, del primer filme de semidesnudos "artísticos" con La Mujer Desnuda (1952), así como de varios chili-westerns de los 50, varios años antes de que el genero soportara los truculentos delirios ultraviolentos de Alberto Mariscal con los hermanos Almada (Todo por Nada, 69), Julio Alemán (El Tunco Maclovio, 70) o Antonio Aguilar (Los Marcados, 70). Curiosamente, su primera película no tiene nada que ver con toda su obra posterior. Méndez, después de trabajar como auxiliar de sonido en varias cintas desde principios de los años treinta, debutó con el mediometraje La Reina de México (1939), un recuento que se pretende acucioso acerca de las apariciones de la Virgen Morena frente al indio Juan Diego (un jovencísimo Tito Junco). No sería hasta un par de años después -con Allá en el Bajío, de 1941- cuando su carrera de seguro y rápido artesano industrial iniciaría con una exitosa asociación con el actor Raúl de Anda.
Allá con Raúl de Anda
Después de Allá en el Bajío, un modesto pero bien hechecito melodrama ranchero -en el que por cierto, fungiría como asistente de dirección el entonces aprendiz Roberto Gavaldón- Méndez volvió a dirigir a De Anda en una película escrita y producida por el mismo actor: La Leyenda del Bandido (1942), un apreciable filme sobre Benito Canales, un famoso héroe de corridos. Luego, en retribución, Méndez colaboraría en el argumento del melodrama citadino Ángeles del Arrabal (1949), cinta dirigida, producida y escrita por De Anda. El actor le pagaría con creces sus servicios produciendo varias de sus siguientes películas: Barrio Bajo (1950), Los Apuros de mi Ahijada (1950), Fierecilla (1950), La Hija del Ministro (1951), El Lunar de la Familia y Genio y Figura (ambas de 1952), sin olvidar la mejor cinta de Méndez de esos años, El Suavecito (1950), su primera obra mayor, un dinámico y muy bien ambientado melodrama cabaretil con Víctor Parra como el padrote del título, quien ya había aparecido como personaje secundario en Angeles del Arrabal. Parra haría el papel de su vida como este cinturita golpeador y sacrificado, convenenciero pero no totalmente inescrupuloso, tramposo en el juego pero de cualquier forma buen hijo. En suma, Parra encarna a una personalidad compleja y contradictoria, algo no muy común en el cine mexicano industrial de la época, y menos tratándose del personaje de un padrote. Aunque el argumento no es de Méndez, la forma que le dio el director al relato, deudora en buena medida del film-noir estadounidense, hace de El Suavecito una de las películas más atractivas de esa época, junto a obras de la dimensión de Capitán de Rurales (Galindo, 1951), Doña Perfecta (1951), El Gavilán Pollero (González, 1951) o Rosauro Castro (Gavaldón, 1950). También, por cierto, es el año de Los Olvidados (Buñuel, 1950).
De caballitos
Las cintas dirigidas por Méndez para Cinematográfica Intercontinental -la compañía de De Anda- tienen el común denominador de la limpieza estilística: el corte hecho donde corresponde, los movimientos precisos de los actores dentro del encuadre, la justeza general de los diálogos En suma, un dinámico timing que evitaba a toda costa el aburrimiento del público. Méndez realizaría a lo largo de los cincuenta varias cintas de aventuras campiranas que mas le deben al western que a la comedia ranchera al estilo De Fuentes o Rodríguez. De hecho, uno de sus primeros trabajos fílmicos fue el serial Calaveras del Terror (1943), en donde cinco encapuchados encabezados por Pedro Armendáriz y Crox Alvarado se enfrentan al villano Tito Junco para vengar la muerte de sus respectivos padres y demás agravios e injusticias. Los 179 minutos de filme que se ha exhibido por televisión ocasionalmente -en dos partes, Calaveras del Terror y Vuelven las Calaveras del Terror- son un rosario ininterrumpido de balaceras, puñetazos, cabalgatas y salvaciones de último minuto en el mejor estilo del serial americano. Esta experiencia la iría enriqueciendo Fernando Méndez en varios caballitos más: la trilogía conformada por Los Aventureros, ¡Vaya Tipos! y Tres Bribones (las tres de 1954), con Joaquín Cordero, Dagoberto Martínez y José Elías Moreno -este ultimo fungiendo como padre de los dos primeros en una suerte de re-elaboracion de Los Tres Alegres Compadres (J. Soler, 1952)-, películas agradables, bien filmadas, mejor resueltas y muy entretenidas; luego, el díptico de Los Tres Villalobos y La Venganza de los Villalobos (también de 1954), con Joaquín Cordero, Freddy Fernández y Raúl Luzardo como los hermanos del titulo, cintas igualmente convencionales pero irremediablemente palomeras; después, otra trilogía formada por Los Hermanos Diablo, El Renegado Blanco y Venganza Apache (las tres de 1959), con tres hermanos chistosones -Rafael Baledón, Abel Salazar y Mauricio Garcés- en una mezcla no siempre lograda de western y comedia. Todas estas cintas tienen la declinante marca de fabrica de un cine industrial que tenía en Fernando Méndez a su única y mas apreciable carta a finales de los cincuenta. Ninguna de estas películas aportan nada nuevo, es cierto, pero muestran un conocimiento puntual de los personajes y las acciones características del genero, logro que sólo podría igualar Alberto Mariscal con El Silencioso (1966).
De miedo
Esto último -el conocimiento de las reglas básicas del género en cuanto a ritmo, puesta en imágenes, desarrollo argumental- es lo que explica los triunfos de Méndez en otro género fundamental: el cine de horror. En Ladrón de Cadáveres (1957) el cineasta adapta con pericia el mito del científico loco al ambiente de la lucha libre mexicana (con todo y aparición de Black Shadow), y en El Vampiro y El Ataúd del Vampiro (las dos de 1957) logra trasladar al Conde Drácula al México provinciano sin que demerite en dignidad el personaje ni el género en sí. Podría decirse que esto se debe en gran medida a Germán Robles, quien encarna a Duval, el vampiro humano, pero eso sería tanto como ningunear el talento narrativo de Méndez y de paso olvidar secuencias formidables como el ataque del vampiro hacia un niño indígena, la secuencia final con Abel Salazar salvando de las llamas a Ariadne Welter, la escena en donde se ve a la tía supuestamente muerta corriendo por los pasillos del caserón tenebroso, o la espléndida elipsis final, cuando el silbato del tren nos impide oír el dialogo amoroso de nuestros dos héroes. A treinta años de su muerte, el cine profesional, agradable, bien ejecutado de Fernando Méndez, muestra qué tan pobre, qué tan torpe, qué tan aburrido es el tan cacareado "nuevo cine mexicano". ¿Qué pueden hacer películas como Desiertos Mares (García Agraz, 1995), Encuentro Inesperado (Hermosillo, 1993) o El Jardín del Edén (Novaro, 1994) frente a El Vampiro, El Suavecito o Los Tres Villalobos? ¿Qué pueden hacer los nuevos cineastas mexicanos -y también varios de los veteranos- cuando prácticamente ninguno de ellos puede sostener el interés del público más allá de media hora? ¿Qué podemos hacer, en todo caso, nosotros? Sepa. Por lo pronto, seguir disfrutando de Calaveras del Terror.