Pigmalión

Publicado el 20 agosto 2016 por Rubencastillo

Resulta muy difícil (punto menos que imposible) olvidarse de las imágenes de Rex Harrison o Audrey Hepburn cuando se aborda la lectura de Pigmalión, de George Bernard Shaw, pero lo cierto es que la obra literaria no incorpora los matices excesivamente ternuristas o falsarios que sí adicionaba la película del año 1964, dirigida por George Cukor.En las páginas de Shaw nos encontramos al profesor Henry Higgins, autor de El alfabeto universal Higgins, un purista insufrible que, escuchando en la calle a la florista Liza Doolittle y horrorizado por su infame modo de hablar, le espeta estas frases, absolutamente demoledoras: “Una mujer que emite sonidos tan deprimentes y repugnantes no tiene derecho a estar en parte alguna... no tiene derecho a vivir. Recuerda que eres un ser humano que tiene un alma y el don divino del idioma arti­cularlo; tu idioma nativo es el de Shakespeare, el de Milton y de la Biblia”. A partir de ese momento, y en colaboración con el coronel Pickering (experto en dialectos hindúes), se pondrá en marcha un experimento tan interesante como sofisticado: convertir a la arrabalera y sucia Liza en una especie de duquesa, de elegantes modales y refinada pronunciación. ¿El plazo para conseguirlo? Apenas seis meses. Durante ese tiempo, se someterá a clases de fonética y recibirá nociones de conversación social.El auténtico problema surgirá cuando, transcurrido el plazo de reeducación y comprobado si el éxito lo corona, la muchacha tenga que volver al arroyo del que ha surgido. ¿Cómo se sentirá, ahora que ni sus modales ni su pronunciación son los de antaño? ¿Encajará? ¿Se sentirá aliviada o humillada?El experimento de George Bernard Shaw tiene mucho de sociológico y también de psicológico, aunque desde el punto de vista literario o teatral convendremos en que descuida un aspecto que al lector le hubiera gustado conocer con más detalle: cómo es el proceso de desbastado de la muchacha (el autor lo omite casi íntegramente, saltando desde el estado salvaje al estado ducal).
Una pieza simpática, mitificada por el mundo del cine.