pimientos fritos

Por Aceituno

.

.

El cursor parpadea en la pantalla, mis dedos esperan instrucciones agazapados sobre el teclado, las ideas van y vienen pero por el camino se entretienen y aquí no pasa nada.

Frustración. El síndrome de la hoja en blanco.

Después de escribir y borrar unas seis o siete veces, al fin sale un párrafo entero que me gusta. Lo leo en voz alta y compruebo que su ritmo y su sonido también me complacen.

Bien.

Suelto un suspiro que sale de mi cuerpo casi sin querer. Parece de alivio, pero no alcanzo a distinguirlo con claridad. En todo caso acomodo mi cuerpo en la silla, la acerco un poco más al escritorio y vuelvo a posar tímidamente los dedos sobre las teclas del ordenador. Noto un fuerte olor a pimientos fritos que se cuela por la ventana del patio. Me gustan los pimientos fritos, pero no puedo permitirme distracciones así que vuelvo a lo mío, muevo un poco la cabeza y los hombros y cierro los ojos unos segundos. Intento concentrarme. Al abrirlos veo que el cursor sigue a lo suyo, parpadeando sin cesar. Su tenacidad es desesperante y su paciencia infinita.

Como mi ineptitud: desesperante e infinita.

Un par de horas después completo una página, aunque para ello tengo que hacer trampas: aumento el interlineado y los márgenes. Me muerdo los labios esbozando una tenue sonrisa por lo estúpido que es hacerse trampas a uno mismo, pero me da igual, al menos tengo una página entera y una sonrisa. Todo un logro.

Bueno, dos. La sonrisa, aunque leve, también cuenta como logro.

Y así sigo hasta que completo las doscientas quince páginas de mi primera novela. La imprimo, la llevo a una editorial y consigo que me la publiquen. En menos de tres meses se venden un millón de ejemplares. Al cabo de un año ya es el libro más vendido de todos los tiempos, me convierto en un referente mundial y me hago famosísimo. Ahora me sobra el dinero y me falta el tiempo.

Ya no sonrío y en mi habitación no huele a pimientos fritos.

Es lo malo de conseguir un éxito rotundo haciendo trampas.