Pintadas en muros de ladrillo

Publicado el 04 junio 2015 por Jesuscortes
Decepcionante y reveladora ha sido siempre la opinión de los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne sobre "Je pensé à vous", segundo largometraje de su carrera y del que se han venido declarando repetidamente "ausentes".  Para la realización en 1992 de este "bloque de mármol que apenas conoció su habilidad posterior con el cincel" (en palabras de un fan contrariado), los hermanos, a los que no debió haberles servido mucho en ese sentido su debut "Falsch", que transcurría en un espacio cerrado, afirman que no sabían dónde colocar la cámara.
Asimismo, se quejaban de que se tomaron decisiones importantes desde fuera, que aceptaron no se sabe si con candor, resignación o simple desconocimiento de una "mejor" solución, pero que más adelante no hubiesen aprobado.
En definitiva, que sólo les quedó un rédito: les enseñó qué no querían ser y qué no querían hacer. Bueno, el caso es que la película es suya y de nadie más y ya podían sentirse orgullosos de ella. En efecto, no sólo no hay nada de lo que avergonzarse - partiendo de que aprender debería ser un ejercicio deseable para muchos cineastas, aparte de necesario y empezando por emular lo que se ama han granado grandes carreras -, sino que en el camino que conduce a sus obras más reputadas se diluirán buena parte de las virtudes puestas al servicio de este film lleno de bonhomía y coraje, como varios de Ken Loach, Robert Guédiguian o Aki Kaurismäki por los alrededores de esta primera mitad de los años 90.
Hasta Jean-Claude Guiguet, un cineasta tan diverso a los futuros Dardenne, podría invocarse más allá de la presencia de Fabienne Babe (que no le pertenece a Guiguet pero que pocas veces estuvo mejor que en sus dos últimas sublimes películas) porque desde el mismo genérico con que comienza "Je pensé à vous", en cuanto suena su música (de Wim Mertens, con un cierto aire a Kate Bush) y comienzan a componerse sus primeros planos y presentaciones, tan vívidas y armoniosas pese al frío y feo escenario de factorías humeantes, vienen a la memoria las bellezas ingrávidas del maestro diagonale.
Revelador también decía y me refería a cuánto se estrechará, repetirá y obsesionará voluntariamente su mirada para llegar a las aclamadas "Rosetta" o "Le fils", que me parecen mucho menos ricas y variadas, no más intensas ni realistas por sus silencios y sus aplicaciones bressonianas, a veces inadecuadas, pues no las concibió y depuró Bresson pensando en personajes indolentes y victimistas, con los que nunca se hubiese identificado: es necesaria una dosis muy elevada de resistencia y pureza - reservada, pero advertida por la cámara - para que el "catecismo" funcione de verdad. No hay más remedio que acompañarlos, hasta el final, si se quiso crearlos.
En fin, que no volveremos a ver en su cine estos encadenados, ni escucharemos estos pianos, ni reiremos con sus personajes, ni percibiremos parecida calidez cromática.
Sea o no todo eso lo "no controlado", entre lo que también debe estar su gozoso optimismo, reverbera, resulta verosímil y poco debiera importar si no nació para ser inequívocamente de ellos.
A esta pareja que forman Fabrice y Céline, en aquel tiempo de reconversiones industriales (año 1980 en su Bélgica natal), de mal recuerdo para trabajadores de todo el continente (y como dice la canción, you ain't seen nothin yet), como el resto de personajes del film (los niños, un camarero discreto, el padre de ella, el recuerdo del de él) los siguen los Dardenne atentamente, sin endulzar una pizca situaciones en los que les veremos mostrarse poco razonables, crueles, injustos.
El premio a esa dedicación es grande.
Así, la última escena en el carnaval, que sobre el papel, en abundantes apriorismos teóricos o mañana mismo en cualquier festival de cine, sería y será recibida como un disparate, rima con el arranque, perdona varios sinsentidos y recupera audazmente la mirada perdida.