Dos alumnos me miraban de frente desde la cristalera simulando no verme, escondiéndose de forma imposible detrás del bote de refresco. A mi derecha, tres adolescentes cualesquiera enfrascados en hamburguesas de plástico-basura, un cuarto sujetando la bolsa de pipas, echando las cáscaras al suelo. Cuando acaban -los dos alumnos me siguen mirando- se acercan a los columpios y tobogán cercano, propiedad de la hamburguesería, se descalzan, entran. El mayor se sienta en el borde del tobogán, los otros tres alrededor. Chac, chac: pipa, suelo.
- Habrá lío con estos -le digo a Él, mientras seguimos sorbiendo nuestro refresco de cola.
- Deja, mientras no pase nada con Niña Pequeña -apunta. Seguimos vigilando cómo Niña Pequeña mira de refilón a los adolescentes.
Chac, chac: pipa, suelo. Los dos alumnos me miran.
Uno de ellos se queja: las cáscaras de pipas se quedan pegadas en la suela de su calcetín. Molesta. Barrunto que no protestaría tanto en caso contrario. Debe de ser buena diversión ensuciar el espacio, el suelo es de todos: ¡ensucia tu parte! Niña Pequeña viene pidiendo su agua y quejándose: el adolescente mayor -el niño, dice ella- no le deja jugar en el tobogán. Miro de reojo a Él, que no se inmuta: espera, vigila, tal vez calcula su estrategia, como el león ante la sabana, eligiendo la pieza más débil.
Chac, chac: pipa, suelo. Los dos alumnos me miran.
Ante la mirada de mis alumnos -de frente, simulando no verme, aunque sus refrescos a estas alturas estarán vacíos-, decido que mi imagen está en juego. Ellos saben lo que está pasando al otro lado de la cristalera; es posible hasta que alguna vez hayan compartido tiempo con los de las pipas: a este lado del Oeste todo el mundo se conoce, vaquero. Chac, chac. Adivino: pipa, suelo. Me levanto casi suspirando: aún no es septiembre y no ha comenzado el curso, pero hay que ir sembrando camino, así que bajo la escalera -en el lateral, una madre con un niño pequeño decide no luchar con las pipas y llevarse al retoño a un sitio menos candente.
- Perdona, ¿el encargado? -pregunto en la barra. Se acerca una chica, presumo que profesionalmente paciente a lo que le pueda venir-. Supongo que no dejáis comer pipas en los columpios, pero tenéis allí unos muchachos que os están espantando la clientela -y poniendo en tela de juicio mi imagen ante dos alumnos, digo para mí. La chica me sonríe con un no-te-preocupes.
Subo cansinamente la escalera de nuevo, la encargada al poco detrás. Chac, chac: pipa, suelo. Aún les da tiempo a hacer como que no oyen antes de salir a regañadientes. Los dos alumnos dejan de mirarme: se ha hecho la justicia que esperaban, tal vez. Escondo mi placa de sheriff, mientras espanto la idea de que la culpa es de los padres...