Plaza de Toros de Vistalegre. Bilbao. Corridas Generales. Quinta del ciclo. Casi lleno. Toros de Victorino Martín para Padilla, Urdiales y El Cid.
Se reencontraban dos viejos socios, lobos de mar que lucharon en mil batallas: silenciados en muchas victorias; maltratados y empalados públicamente en los naufragios. Uno, pirata de secano, pellejo curtido por el sol, sin pata de palo, pero con un catalejo genuino que le hace ver la casta, el trapío y la emoción dónde las caras Rayban Sunglasses de otros no atinan a ver ni a Pepe Leches. Victorino Martín. Barba Paleta. El otro, sapiente sevillano como Maese Pérez, firme, valeroso y sereno, en las malas y en las buenas, acostumbrado desde sus inicios a bregar desde primera linea de proa con las bravas tormentas que arrecian de babor a estribor, mientras otros se ahogan en un vaso de agua. Las que azotan por babor, tempestades propias de la vida, en las que sólo le queda rezar al que crea en divinidades celestiales, al incrédulo, encomendarse a la piedad de los mares; las otras, venidas de estribor, son las de los enemigos que enfundan la misma espada y llevan el mismo parche, pero que no son más que zoquetes corsarios dispuestos a apuñalarte en el primer abordaje a cambio de medio vellón. El escenario: el mar más bravo, negro y cabrón en el que se puede navegar. El Oceáno de Bilbao.
Después de la tempestad siempre llega la calma, la hora de ajustar cuentas y vengar afrentas. Así lo hizo el Cid esta tarde, con dos toros de impresionante trapío y con las dificultades propias del encaste, aunque sin la fuerza y la boyantía de otros tiempos. Dos Toros, dos batallas. Sin musas, orejas ni relojes parados. Cañonazos, vendavales y mucho ruido de sables. Emoción, intriga y olor a pólvora. En la primera batalla, que acabó con final feliz, tuvo mucho que pelear, con varios momentos en los que Herbijón parecía que se iba a llevar el cofre del tesoro. Eso fué mientras la faena se desarrolló por el pitón derecho, en los que el galafate soltaba unos mandobles que ni Barba Roja. Cuando se echó la vela a la zocata, con ese animal tan incierto tatuado con la A coronada -señal temerosa en los mares de medio mundo-, a todos nos vino a la mente un relampagueo de imagenes y sensaciones hacia el pasado, tres años para atrás, cuando lo de Tralfalgar. Un torero dispuesto a hacer el toreo eterno o irse al camarón de las curas, sin mentiras, sin teatro de por medio, con el único objetivo de poder llegar a la pensión y sentirse orgulloso de uno mismo y de su tripulación, por conseguir lo que otros no pueden llegar ni a soñar. No importa que muchos naturales, por la condición del toro, fueran medios pases, otros enganchados y otros tan exigentes que hubo de poner tierra de por medio. Pero, amigo aficionado a los barcos y a la Historia, se vieron unos cuantos naturales llenos de hondura, mando y colocación que ya quisieran para ellos esos que triunfan en los simulacros con pistolas de agua que se hacen en las piscinas hinchables. Mató mal, feo asunto para un bucanero, aunque a estas alturas en las que luce galones de capitán, hay cosas que importan menos, como ese asunto de despedazar las partes cartilaginosas de los enemigos.
En el sexto, que ni por el izquierdo, ni por el derecho ni por la madre que lo parió, estuvo firme y luchador, sin mostrarle al contrario duda ni rendija alguna por la que colar. Lamentablemente, y como es norma, los papiros y los pergaminos menospreciarán la verdad. Sólo hay que navegar un rato por la red para constatarlo.
Hace años, y como aparecido de la nada, subió a bordo del navío un grumete con hechuras de conquistador español que atendía al nombre de Diego Urdiales. Nadie daba una moneda de plata por él, tan inexperto y valiente que, según muchos escribas de la época, tenía reservado uno de los dos destinos que aguardan a estos fulanos: la muerte en alguna dura batalla, allí, en las costas francesas a la que ningún apuesto marinerito español se decide a ir; o perder un ojo, una pierna, un brazo, o un huevo y quedar inútil, como todos esos viejos de las tabernas que llevan treinta años subidos a la misma historia, la de un grumete que intentó llegar a capitán y que lo único que logró fué llenar de cicatrices y roña su vida y la de sus pocos allegados.
Pues bien que se equivocaban, aquel novicio de marinero es hoy un pirata respetado, apuesto en sus formas, clásico en la manera de interpretar los vientos, surcar los mares y manejar la brújula. A tal fama va llegando que en cada puerto tiene multitud de novias que lo están esperando.
Lo de hoy es otra manifestación de poderío y arte, de saber torear con la izquierda como muy pocos, de entender, y respetar, que en cualquier contienda, y por feo y odiado que sea el enemigo, hay un código al que considerar en buena lid. Otro combate, como el de Sevilla con el Conde de la Maza, que demuestra que la ligazón no es imprescindible para que el toreo sea bueno. En cambio, sí lo es para llegar al público, que en estos casos se vuelve más consumidor que catador y termina por tergiversar cánones que olean perennes desde el nacimiento de la primera gota de agua salada. Mató con la decisión del que se arroja a aguas tranquilas y se llevó una merecida oreja que le valerá para seguir forjando su leyenda. En el quinto, otro malo, sin llegar a Barrabás, dejó muestras de compromiso y de lidia antigua, atacando al victorino por donde más le duele, costillas y tablas del pescuezo. Con marinos así va a ser difícil que se hunda la nave.
También vimos por la cubierta a un tabernero jerezano, al que llaman el Ciclón, del que aquí no vamos a contar demasiado, vaya a ser que nos hunda el barco...